En la última edición de la encuesta que cada década realiza la revista británica Sight and Sound sobre las mejores películas de la historia del cine, tanto El Padrino I como El Padrino II se situaban en lo más alto. Por tanto, no es de extrañar que con El Padrino I (21 en la lista de los críticos; 7 para los directores) haya iniciado la Filmoteca de Córdoba, en febrero, un ciclo de grandes clásicos restaurados en el que también ha proyectado otro monumento cinematográfico, El río , de Jean Renoir.

Lo que hace un clásico a una obra de arte --ya sea novela, pintura, sinfonía o película-- es la combinación de una perfección formal con una profundidad filosófica. Lo que sucede es que la forma puede responder a diversas geometrías, cada una con sus propios parámetros. La forma es objetiva aunque debemos declinarla en plural. Por eso puede ser tan perfecta, a su modo, una pintura impresionista o abstracta, una composición musical tonal o dodecafónica, una tragedia griega en verso yámbico o un aullido ginsbergiano. Por otro lado, todo obra de arte que se convierte en clásico es porque ha rozado en algún grado esa naturaleza humana que es transversal a todas las culturas, a la que se refirieron los filósofos de Aristóteles a Kant y que hoy desbrozan empíricamente psicólogos cognitivos como Steven Pinker o Paul Ekman junto a sociobiólogos como Edward Wilson o Richard Dawkins y antropólogos como Napoleon Chagnon.

El Padrino I es uno de los ejemplos paradigmáticos de obra de arte que sobrevuela circunstancias temporales y espaciales, capaz de emocionar a tirios y troyanos, a los hunos y a los hotros , porque su perfección formal, dentro de unos parámetros clásicos con destellos innovadores como la fotografía tenebrista de Gordon Willis, se dirige al núcleo de lo que nos hace humanos en toda cultura, bajo cualquier latitud: la búsqueda del reconocimiento social y el respeto, la autorrealización y la autoestima.

Como si estuviera construida siguiendo la plantilla de la pirámide de Maslow, que el sociólogo usaba como ilustración de la jerarquía de las necesidades humanas, Vito Corleone, el capo de una familia mafiosa, tiene todo lo material que pudiera desear un hombre: familia, dinero y poder. Pero el respeto que le tienen todos los que le rodean, fuera de su familia, se basa en el miedo, no en el cariño o el afecto. A la boda de su hija, esa larga secuencia en la que está resumida esta tragedia en tres actos sobre el querer y no poder, van matones peludos y cantantes de medio pelo pero los jueces y senadores que han sido invitados, y que tiene a sueldo, se excusan gentilmente aunque en el fondo no quieren contaminarse con el fuera de la ley.

Para los que no la hayan visto nunca, el visionado de El Padrino será una revelación, una epifanía del poder cinematográfico para contar grandes historias, más grandes que la vida. Los que la hayan visto dos, tres o infinitas veces, podrán saborear ciertos detalles. Porque Dios --en este contexto llamamos "dios" a esa combinación ideal de forma y fondo a la que nos referíamos antes-- está en los detalles, como decía Mies van der Rohe. Así cuando Clemenza está preparando unos espagueti Coppola había escrito en el guión que "estaba dorando unos tomates", lo que rectificó el autor de la novela, Mario Puzo, especificando que un gángster no dora tomates, los fríe.

En próximas fechas (8 y 11 de marzo) la Filmoteca continuará su magnífica iniciativa con la proyección de El Padrino II , que da una vuelta de tuerca en el aspecto formal, ensayando una estructura dialéctica entre el pasado y el presente de los Corleone, mientras apuntala la dicotomía trágica de aquéellos que pretenden ganar al mundo al precio de perder su alma. Y esperemos que pronto podamos ver también la injustamente menospreciada El Padrino III , el fin de una saga inmortal que anticipa en forma, fondo y duración las grandes epopeyas televisivas de la HBO. En la sede de Medina y Corella, 5, junto a la Mézquita y/o Catedral (táchese lo que el lector prefiera).

* Profesor de Filosofía