Cuando a raíz de los fastos del 92 (qué lejos queda la euforia económica que se respiraba entonces) el progreso ferroviario nos trajo la alta velocidad, la provincia de Córdoba pagó un alto tributo medioambiental, pues el trazado de las nuevas vías desgarró una zona de alto interés paisajístico, como las estribaciones de Sierra Morena y el extremo oriental de la dehesa de los Pedroches. La obra pública levantó viaductos sobre las vaguadas, horadó los montes que se interponían en su trazado y levantó una barrera infranqueable para la fauna silvestre. Fue un costoso peaje, un impuesto casi revolucionario que la provincia pagó en beneficio del progreso. Pero como no hay mal que por bien no venga, aquella y otras contribuciones (no hablemos del expolio perpetrado contra el yacimiento arqueológico de Cercadilla) nos permiten ser hoy la ciudad mejor comunicada de España por ferrocarril de alta velocidad, con los sesenta trenes diarios que se detienen aquí y facilitan tanto nuestros desplazamientos como la arribada de viajeros desde el norte y el sur, sean turistas u hombres de negocios. En tiempos como éstos, de pesimismo y desánimo persistentes, es bueno valorar realidades como esa para levantar la decaída autoestima, pues ahí somos los reyes.

Pero el tren de alta velocidad nos proporciona otro regalo, como es asomarnos al corazón de la dehesa. Cuando subo a Madrid, atraído generalmente por reclamos culturales, uno de los mayores alicientes del trayecto es contemplar el paisaje que se despliega ante los ojos a lo largo de los términos de Adamuz y Villanueva de Córdoba, principalmente. Mientras muchos viajeros ojean la prensa del día, preparan la reunión en su portátil, trastean en los móviles de última generación o matan el tiempo con la película de turno, ajenos al espectáculo natural que les envuelve, me gusta observar el esplendoroso paisaje que desfila por la ventanilla del tren como si se tratase de un maravilloso documental en 3D. Y si siempre resulta fascinante esta contemplación, ahora lo es más que nunca porque esa lluvia pertinaz que castiga la celebración de la Semana Santa ha vivificado la naturaleza, transformándola en paisaje rutilante.

Primero son las estribaciones de Sierra Morena las que salen al paso, más arriba de San Rafael de Navallana, con elevaciones arriscadas a cuyos pies serpentean los arroyos. Cuando más ensimismado está el viajero en la contem-plación, la repentina oscuridad de un túnel que horada el monte funde en negro la seductora imagen, pero el apagón visual apenas dura unos segundos, pues a la salida del túnel el paisaje esplendoroso de la sierra vuelve a colmar la retina. Y aunque siempre ha estado ahí, casi ignorado, el tren proporciona ahora un privilegiado mirador desde el que disfrutarlo en primera línea. Bellísima Sierra Morena, de brumosas hondonadas en las que serpentean los arroyos mientras los oscuros y agrestes macizos anuncian la cercanía de la sierra de Cardeña y Montoro, a la que nos asomó Gerardo Olivares en su celebrada película Entrelobos. Ese áspero paisaje se va domesticando a medida que el veloz tren asciende por el término de Adamuz para entrar en el reino de la dehesa, esa 'dehesa iluminada' de los Pedroches transformada por López Andrada en materia nutriente de sus libros, que se prolonga hasta más allá de Hinojosa.

La dehesa ahora, ahíta de agua, es una inmensa alfombra verde, un verde fresco y lujurioso del que se enseñorean las dóciles encinas, miles de encinas, un mar de encinas. Desde el tren se la ve vivificada por arroyuelos, hilillos de agua corriente y plateada, que son como las arterias de la tierra, palpitante de vida tras el lluvioso invierno. Sinuosos caminillos terrizos, en los que se marca la rodadura de los vehículos, se dibujan también en la vasta planicie, nutricia de una excelente cabaña en la que reina el cerdo, que convertirá sus jamones en lujo de la mesa, aunque a veces se comercialicen bajo etiquetas foráneas, una injusticia. Las cercas de granito marcando los ancestrales límites de las fincas confieren un inconfundible rasgo de identidad al paisaje, tan amorosamente estudiado por el profesor Bartolomé Valle, preclaro geógrafo hijo de esta tierra, al igual que los escritores Juana Castro y Pedro Tébar, que han sabido profundizar en su esencia y sus leyendas. Bendita tierra, tan cercana como desconocida, que ahora nos enamora, vista desde el AVE, tras un invierno lluvioso que la transfigura.

* Periodista