Anoche nos llegó una magnífica noticia: en Europa central no ha aparecido el fuego de San Antonio. Y junto a que por aquí tampoco prendió, podemos asegurar que este año también nos hemos librado de las alucinaciones, las convulsiones y de que las mujeres embarazadas, espontáneamente aborten. Con todo y con eso, lo más temible de esa epidemia ya no son las cefaleas ni el terrible dolor que produce en las extremidades, sino que en las personas mayores, los dedos de pies y manos se necrosan y gangrenan y, putrefactos, se desprenden con un dolor límite y un hedor repugnante, imposible de soportar. Los que pueden caminar, huyen a los acantilados y barrancos para despeñarse o a las simas para rodar hasta sus entrañas y morir entre aullidos para no ser vistos, olidos ni oídos. Al no conocerse la causa que provoca el mal, la forma de protegerse contra él, ni el remedio que la alivie, lo suelen achacar a latigazos de un ente superior carente de bondad y misericordia. Es inconcebible que muchos católicos, cuando aparecen azotes de esta naturaleza, culpen al Dios que veneran.

Diga lo que usted quiera, doctor --me dijo el padre de una joven paciente a la que se le acababa de diagnosticar un tumor maligno--, pero si no creo que la enfermedad de mi hija ha sido designio de Él, de su expresa voluntad, ¿entonces a qué me agarro yo para resistirlo? Pues pídale al Señor que le haga un milagro --le contesté--, o ruéguele que le dé fuerzas para soportarlo, mas no lo culpe de algo que no mandó y que, en todo caso, sería obra de El Maligno. Y con esta mentalidad, en la Edad Media los pacientes se marchaban a hacer el camino de Santiago para rogar su curación. En el trayecto, para recuperarlos del agotamiento, los Frailes de San Antonio regentaron hospitales donde los cuidaban, dándoles sopitas de pan de trigo candeal y, ¡oh, maravilla!, se obraba el milagro: la curación.

Hoy nos desesperamos cuando aparecen brotes esporádicos de lobos solitarios o pequeñas manadas, que con artilugios elementales o sofisticados, desprecian la vida de nuestra civilización, y nos angustia no saber si la próxima bomba o el punto de mira de su metralleta nos estará en este instante apuntando. Nuestra desesperanza es no saber combatir al nuevo monstruo y haber perdido la confianza en las peregrinaciones santuarias. Y no es que yo sea hombre de poca fe, es que el que nos acecha es estirpe del mal absoluto, de los expulsados del Edén. Y aunque escapemos a sus asechanzas, el estrés que provoca nos enferma: hace sentirnos en el corredor de la muerte. Hollande asegura que actuará contra ellos sin piedad y eso no sirve, los alimenta, hay que detenerlos vivos para estudiar su compleja lógica mental y poder actuar con especificidad.

Stoll, en 1918, descubrió la ergotamina, un veneno del hongo Claviceps purpurea que parasita el centeno, y los que comían pan negro hecho con ese cereal contaminado, enfermaban, de ahí que los monjes, sin saberlo, curaban, no con sus oraciones, sino por las sopitas que no llevaban ese alcaloide: el pan blanco que ellos consumían, gracias al monacal epicureísmo, era de harina de trigo candeal. Se critica que monjes y curas sean amantes de la buena mesa y gracias a su exquisito paladar se descubrió el origen de este mal.

200 millones de sujetos se llevó la peste y Córdoba, asolada, puso para detenerla a San Rafael como custodio y más adelante le sumó antibióticos, consiguiendo la fórmula magistral de eficacia espectacular. Mas los males de esas epidemias no eran solo su patología. Al cólera, por ejemplo, se le sumaron revueltas, ora contra las autoridades sanitarias, ora contra la iglesia. Los pueblos se despoblaron. En los negocios abandonados se robaba impunemente. Los cadáveres se hacinaban en carretones, sin ataúdes ni exequias, vaciándolos en zanjas hechas extramuros, pues en los cementerios de la ciudad podrían ser fuente de nuevos contagios. Desde entonces cundió el pánico a que te enterraran vivo.

Gracias a la civilización, la humanidad ha generado mecanismos para luchar contra las adversidades y vencerlas, el bienestar que se ha conseguido no lo pueden acribillar unas miserables acciones aisladas, y menos tildarlas de cierto carácter épico: una guerra la hace, como mínimo, un millón de muertos. Como los científicos que erradicaron la viruela, hemos de echar ciencia e imaginación para evitar esta abracadabrante forma de atacar.

En la Filmoteca nacional hay un guión, El furgón Blanco, escrito en 1962 por los alumnos de dirección de la Escuela de cinematografía: Un furgón con los cristales tintados va invadiendo las calles, arrollando a tirios y troyanos. En 1971 Spielberg se estrena como director con el mismo tema --El diablo sobre ruedas-, donde narra la persecución por carretera a la que se ve sometido un conductor con su coche por parte de un misterioso camión. Desde entonces, muchos sabemos que el camión se puede convertir en una máquina para matar. Me sorprende que los franceses no lo supieran y no investigaran concienzudamente la personalidad de la alimaña antes de alquilarle este artefacto infernal.

* Catedrático emérito de la Universidad de Córdoba (Medicina)