Suelo llevar a los niños al circo siempre que se nos pone uno a tiro. Me gusta ver el ciclópeo esfuerzo de levantar el complicado andamiaje de las carpas. El circo sigue siendo un ejemplo de trabajo esforzado, bien hecho, perfectamente ensamblado y digno. Cuando asisto al espectáculo me da por pensar la cantidad de enseñanzas que de él podemos extraer, que intento luego transmitir a los peques aunque no estoy seguro de que me comprendan. Al contrario de las que ofrecen otros medios de distracción basadas en la banalidad, la superficialidad, el éxito fácil y los antivalores, el circo derrocha lecciones de esfuerzo, de superación, de, muchas veces, dramas personales enmascarados severa y dignamente por la belleza, las luces y el disimulo, como no queriendo importunar al espectador con la propia miseria cuando de lo que se trata es de mostrar un producto bien hecho. Como la vida misma. Como la vida misma antiguamente, claro, pues estos son tiempos para la autocompasión y el teatro que se hace de ello, para la ley del mínimo esfuerzo, el escaqueo y el todo vale. Las leyes amparan y comprenden al sinvergüenza y al poderoso, lo exculpan, lo tapan, nos lo escamotean. En el circo, sin embargo, no hay más ley que la del que si lo haces bien recibes tu premio y si lo haces mal lo pagas, a veces incluso con el riesgo físico. Por ello hoy el circo es un espectáculo minoritario. Y, como la vida, para asistir a este cúmulo de valores y compromiso personal, sólo se te exige pagar el precio de la ilusión, y, como en la vida, el de que, ante el fracaso o la tragedia, el espectáculo debe continuar.

*Profesor