El señor Ruiseñor pertenece al minúsculo club de españoles que no cuenta en sus casas con un aparato de televisión. Si imaginamos este club como un ente real y tratamos de visualizar sus dependencias, nos encontraremos (ahí lo veis) con un edificio ruinoso y de lo más sucinto: cuatro o cinco habitaciones afligidas por la humedad, un puñado de baldosas sueltas que se quejan antes incluso de ser pisadas, olor a moho, y un tubo de neón que parpadea desde hace meses sin que nadie se moleste en arreglarlo. Pues bien, dentro de este club diminuto existe un club aún más pequeño (casi liliputiense) que es donde podemos encontrar a Ruiseñor. Ahora hemos de imaginarnos --en el rincón más apartado del lúgubre edificio-- una habitación (por llamarla de algún modo) de las dimensiones de un cuarto de baño, con un perchero roto, un almanaque de 1967 y dos o tres parroquianos de aspecto extraterrestre entre los cuales vemos charlar a mi amigo. Este club dentro del club está integrado por aquellos españoles que, sin tener un aparato de televisión, no conceden la menor importancia a ese hecho.

Las otras habitaciones destacan por su griterío. La ruina del edificio, la inmensa decrepitud de suelos y paredes (el parpadeo del tubo de neón se ha convertido ya en un tic), se ven rebatidas a cada momento por la pujanza y hasta lozanía de unas voces que tratan de apartarse a codazos unas a otras, y que --desafinantes y mal acordadas-- provocan un tumulto dentro del cual ninguna melodía resulta ya reconocible. Esas habitaciones vocingleras están pobladas de gentes que cuentan con muy sólidas razones para no tener en sus casas un aparato de televisión. Algunos han tomado esa tajante medida como medio más idóneo de combatir el sistema (¡que cualquiera sabe lo que es!); otros, como protesta contra el capital, o contra el consumismo desenfrenado, o contra la mismísima cultura de masas, terrible dios borrascoso que arroja sus letales descargas medio ocultas entre los rayos catódicos. Todos ellos están persuadidos de que su gesto de renuncia posee un alto valor simbólico, y lo exhiben sin pudor por donde quiera que pasan, y pontifican a diestro y siniestro investidos por un aura parecida a la que confería la virginidad a las bellas vestales. "Si han renunciado a tener un televisor en casa", piensan que piensan quienes piensan en ellos, "habrá que tomar en serio su mensaje".

Todos comparten la idea ñoña y un tanto oriental ("omm, omm") --tamizada por todo tipo de vulgarizaciones y hecha finalmente papilla en el célebre libro de Erich Fr(omm) -- de que el Tener está arduamente reñido con el Ser (que, así con mayúsculas, tampoco sabe uno muy bien qué es lo que es), y que mientras más recortes se hagan en la maligna columna del Tener, más crecerá la beatífica (y salomónica, por enredada) columna del Ser; aunque, insisto, esto de Ser --de Ser así, sin más-- no se sepa muy bien qué cosa sea. Uno sí es capaz de entender, por supuesto, que en nuestras sociedades opulentas se haga moralmente necesario defender el espíritu de la frugalidad, especialmente cuando se echa un vistazo (¡a través de la televisión!) a esas escenas en las que niños hambrientos apartan moscas como si quisieran alejar con ellas a la muerte que tan de cerca les acecha. Pero, ¿qué tiene eso que ver con esta puritana contabilidad del Ser y del Tener, y con que uno vea o no vea la televisión? Sin embargo, en ese club todos hablan y predican, y se sienten tan pagados de sí mismos por no tener en sus casas ese aparato que causan auténtico pavor. A Ruiseñor, al menos, le dan miedo, y por eso no se atreve a decir que si él no tiene televisor no es porque trate de participar en ese terrible combate que libra el escuálido destacamento del Bien contra las todopoderosas huestes del Mal, sino por un motivo mucho más pedestre; un motivo que solo sostienen los dos o tres parroquianos que comparten con él esa pequeña habitación del fondo en la que un almanaque de 1967 vela sus soledades. Uno va y traza una raya en el suelo, e intenta luego persuadirse de que el Mal está al otro lado de esa raya, y de que uno se encuentra en éste, donde impera el Bien, donde imperamos. Qué acompañados nos sentimos entonces por aquellos que (pocos, pero selectos) no tienen, por ejemplo, un televisor en casa. De una u otra forma, esto nos sucede a todos, con el televisor o con cualquier otra cosa. Qué difícil resulta asumir que esa raya que separa el bien del mal nos cruza justo por la mitad. A qué terribles decisiones nos conduce esa desagradable asunción. Y qué solos nos sentimos. Pero, también, qué comprensivos (con los que tienen televisor y con los que no lo tienen). Ruiseñor no tiene televisor. Hace años sí lo tuvo. Apenas lo veía. Un buen día se rompió y ni se le pasó por la cabeza el comprar otro. Si no ve la televisión es, sencillamente, porque la vida es corta, y porque existen otras actividades que le agradan más y a las que prefiere dedicar su tiempo escaso.

* Escritor