Tiempos nuevos aportan problemas nuevos. O, quizá, visiones renovadas de los problemas de siempre. Sea como fuere, el antaño autoritarismo omnipresente en la educación ha dejado paso al extremo contrario, donde una radical falta de respeto fomenta las agresiones al profesorado, no solo verbales sino también de obra, y, en muchas ocasiones, con la connivencia paterna. La necesaria colaboración entre padres y profesores no parece haber mejorado mucho con el paso del tiempo; sin embargo, continúa siendo un eje esencial para la transmisión de unos valores de convivencia imprescindibles en la vida cotidiana.

La formación de una actitud básica de honradez y respeto hacia los demás no es una cuestión que deba limitarse a las aulas; los campos de deporte son un escenario ideal para potenciar el espíritu de equipo y el ejercicio de una competitividad no corrosiva; sin embargo, ¿que es lo que vemos con demasiada frecuencia? En el terreno de juego proliferan la trampa y la argucia, justificadas por la necesidad imperiosa de victoria y la excusa del todo vale; en la grada, nunca faltan energúmenos alentando prácticas inadmisibles o exigiendo a entrenadores, instructores y monitores talante y alineaciones fuera de lugar. Tristemente, se hace del deporte una oportunidad de explotar feroces rivalidades en lugar de aprovechar sus inmensas posibilidades para un completo desarrollo humano. Tal vez el espectáculo en que se ha convertido la versión más profesional del deporte y sus penosas servidumbres sean un mal ejemplo; las vitrinas de los colegios no debieran exhibir trofeos y copas de hojalata oxidada, indignas de los verdaderos deportistas, sino ser testimonio de auténticos valores humanos.

* Escritora