De la educación se puede decir, salvando todas las distancias, lo mismo que del «perejil»: que como buen condimento que es le da sabor a la mayoría de las comidas. Y ello es así, por el valor que la educación tiene en sí misma, y por su recorrido transversal. Que conlleva que se la incluya como piedra angular entre los objetivos de todo proyecto que se apreste a mejorar la humanidad y su supervivencia. Como recientemente así lo ha hecho la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (ODS) aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas como plan de acción global; a favor de las personas, el planeta y la prosperidad. Formulando en su objetivo nº 4 el compromiso de «garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad, y promover oportunidades durante toda la vida para todos». En respuesta a un nuevo escenario mundial y a una nueva sociedad apremiada de poder disponer de una mejor educación. Una Educación con mayúscula, añadimos nosotros, que sea avanzadilla en la defensa de los valores humanos y en la concienciación del peligro que entraña un desarrollo científico-técnico que sólo tenga por ley la producción y el consumo. Sobre todo, en el desarrollo de la ingeniería genética, manipulación del genoma humano e inteligencia artificial. Cuyo acelerado desarrollo y nula regulación está disparando las alarmas de voces autorizadas, alertando de los irreparables daños colaterales que un desarrollo científico-técnico sin un código ético y fuera de todo control puede infligir a la especie humana. Como recientemente han explicitado en sendas entrevistas, el filósofo y profesor de la Universidad de Oxford Nick Bostrom, una de las voces más autorizadas para hablar de peligros de los avances tecnológicos. Y el profesor de la Universidad de Montreal Yoshua Bengio, experto en inteligencia artificial. Uno y otro señalan el riesgo que entraña para la humanidad un incontrolado desarrollo de la biotecnología, y un mal uso de la inteligencia artificial.

<b>José Pérez Estacio. Psicopedagogo</b>

Córdoba