La felicidad es una sensación de euforia seguida de una calma reconfortante que experimenta el cerebro cuando percibe que el mundo responde a sus expectativas. En realidad, no es más que una simple estratagema química para reforzar positivamente su conducta. Es como una palmadita en el hombro: «Bien hecho; por ahí vamos bien». No hay que olvidar que el objetivo final del cerebro es crear modelos del mundo (un mundo en continuo cambio) que nos permitan predecirlo, con lo que aumenta nuestra probabilidad de supervivencia.

Estos días de pascua son de transición en mi curso, también en mi vida, recluido en casa por un vulgar virus gripal, pero a la vez activado por la urgencia de terminar un trabajo, decepcionado e infeliz por unas cosas, animado hasta la euforia por otras, agradecido siempre por la simple sensación de estar vivo; un torrente, en fin, de sabores agridulces que me empujan hacia no sé dónde. En estas estoy cuando me paro a pensar en cómo calcula mi cerebro si estoy lo suficientemente feliz como para recompensarme con la paz. Es raro simplemente imaginar al cerebro observándose a sí mismo, invadido por la misma impresión de inefabilidad que nos provoca la contemplación del universo exterior. Lo único que puede hacer, tras renunciar a conocerse de verdad, es intentar crear un modelo que lo explique aproximadamente.

Eso es lo que hizo un grupo de neurobiólogos del University College of London y la Max Planck Gesellshaft hace un par de años, tras estudiar la relación entre la sensación subjetiva de felicidad, la actividad cerebral y la vida de los cobayas humanos que emplearon en el estudio. Dieron con una fórmula relativamente compleja que permitía predecir más o menos el estado de felicidad de un cerebro en un momento determinado a partir de una multitud de datos relacionados con su felicidad innata, su percepción consciente del fracaso y el sufrimiento, su capacidad para olvidar y sus propias expectativas de tener éxito y ser feliz en la vida. Básicamente, aquella ecuación para calcular la felicidad venía a decir que la sensación de felicidad es un balance entre la cantidad y magnitud de los éxitos conseguidos y las expectativas que nos hayamos puesto, de manera que cuanto mayores sean las expectativas, más probable será nuestra infelicidad. Algo que, por otra parte, siempre se ha considera de sentido común.

Pasados más de dos años desde aquella fórmula, los mismos investigadores han elaborado una segunda fórmula, más precisa, con más poder de predicción, en la que incluyen un par de términos relacionados con la percepción que el cerebro tiene de su felicidad en relación con el estado de felicidad de otros cerebros. Tan importante como la conciencia del éxito conseguido es la conciencia de si ese éxito es mayor o menor que el de nuestros amigos, compañeros y vecinos. Tanto o más importante que el sueldo que ganamos es la conciencia o la percepción relativa de que ese sueldo es mayor o menor que el de las personas de nuestro entorno.

Hay varias cosas interesantes en estas fórmulas. En primer lugar, dichas fórmulas de la felicidad solo han venido a describir científicamente, a través de un lenguaje matemático más preciso, algo que ya formaba parte de la sabiduría popular. En segundo lugar, nos muestran cómo la felicidad de un individuo está determinada por las expectativas creadas por su cultura, en el plano social, aparte de por sus genes, en el nivel individual. Y, en tercer lugar, la sensación de felicidad parece ser un indicador del grado de cohesión social. El nivel de sensación de felicidad de un individuo es un factor determinante de la productividad del individuo dentro de la sociedad. O sea que tu felicidad particular es de interés público y general. Así que vamos a procurar crearnos expectativas personales razonables y construyamos sociedades más cohesionadas. Y si no, por lo menos, intentemos sentirnos felices por el simple hecho de estar vivos. Por ahora, los científicos no saben cómo hacer que un cerebro esté sano y feliz siempre.

* Profesor de la UCO