Una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida, escribía el nobel Saramago en su Ensayo Sobre la Ceguera. Nos acercamos a la conmemoración del VI aniversario del 15M. Aquél movimiento cívico de protesta ciudadana que arrancó con acampadas y manifestaciones en casi todo el territorio, para mostrar el hartazgo de la sociedad frente a los casos de corrupción política, los recortes sociales y el retroceso en derechos.

Entonces muchos, y de muchas ideologías y clases tomaron las calles y las redes sociales. Se creó un debate público sobre la representatividad de las instituciones, las normas electorales, los desahucios, la transparencia de las retribuciones de altos cargos o la corrupción. Todo ello en el contexto del empobrecimiento de la crisis económica, el rescate de los bancos, el paro y la precariedad juvenil. Con lemas ya famosos como «no nos representan», «democracia real ya», «no tenemos pan para tanto chorizo», «nietos en paro, abuelos trabajando», «el voto más inútil es el voto útil», «nuestros sueños no caben en vuestras urnas» , «no falta dinero, sobran ladrones», «pienso luego estorbo», entre otros muchos, miles de personas en todo el país, liderados desde la Puerta de Sol y luego vertebrados en asambleas por multitud de barrios, proclamaron, con un gesto de dignidad, su rebeldía al sentirse injustamente castigados y articularon numerosas propuestas.

Me pregunto, unos años después, qué ecos han quedado de aquella primavera española, de aquél grito de indignación, aparte del surgimiento de algunos partidos políticos que han cuestionado el bipartidismo clásico de nuestro país. Al día de hoy, no se han cambiado las leyes que protejan de forma efectiva el derecho a la vivienda, más allá de protocolos de urgencia de buenas prácticas voluntaristas con las que salir del paso ante los desahucios. No se ha reformado la legislación electoral, ni se ha acabado con las dietas en verano de los parlamentarios, ni se ha eliminado el reparto indecente de los sillones del poder judicial, ni se han limpiado las instituciones como el Defensor del Pueblo de políticos reciclados, ni se han terminado con las puertas giratorias de recolocación en las empresas del Ibex 35, ni la corrupción ha cesado, ni han desaparecido los aforamientos, ni los más cualificados ostentan los cargos de más representatividad sino los más serviles al aparato del partido de turno. No es una crisis, es el sistema, gritaban entonces.

En lugar de dejar pasar las protestas esperando que todo se enfríe y siga igual, un político inteligente hubiese consensuado reformas importantes que recuperasen la calidad democrática y la confianza de la población en sus instituciones. El riesgo de no hacerlo, es que ante tanta desazón la sociedad encuentre refugio en unos populismos demagógicos que no paran de crecer, como vemos en toda Europa, mientras las opciones clásicas pierden seguidores.

Aún así, nunca es tarde. La ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe. Saramago dixit.

* Abogado