Mark Twain escribió una novela curiosa, fruto de un narrador de una tierra simbiótica. Hablamos del Mississippi, en tiempos en los que el esclavismo había sido oficialmente erradicado, pero quedarían cien años de segregacionismo y soledad. El padre de Tom Sawyer también es el autor de ‘Un yanqui en la Corte del Rey Arturo’, el triángulo perfecto entre el supuesto oscurantismo e ingenuidad del medievo, y la arrogancia de la modernidad, que siempre se quedará corta --ahora los pasmados serían los coetáneos del sureño--. No me he equivocado de figura geométrica, pues el otro vértice de ese cowboy que engatusó a los caballeros de la Tabla Redonda trascribe una de las hazañas de Colón. El Almirante estaba varado en una bahía de Jamaica, y ante la negativa de los nativos de provisionar a sus hombres, los amenazó con hacer desaparecer la luna. Suerte de sus conocimientos de astronomía, y del vaticinado eclipse lunar, que le proporcionó víveres para acabar con buen éxito su cuarto viaje.

Es más que probable que a Colón no le hubiese valido en la actualidad el truco de los eclipses. Y no porque ya se whatsapea hasta en los confines del mundo, sino por esa trituradora en la que se ha convertido la aceleración de los acontecimientos. Que con apenas una hora de diferencia tomase posesión el nuevo Gobierno catalán, y prometiese su cargo el séptimo presidente de la Democracia tendría que tener un halo necesariamente literario. Y más si en la misma semana Zidane juega a evanescerse como Saint-Exupéry, creando en vida mitos laicos. También hace menos de un lustro que se bisagró el juancarlismo, y a veces parece que le tenemos más nostalgia a Tara y a los Doce Robles.

Los mitos del medievo y la debilidad de la soberbia. Zidane ha elegido el cariz del Parnaso, la perpetuidad del viaje de los elfos, antes que la tentadora y engañosa continuidad que más pronto que tarde te despeña. Rajoy siempre quiso pintarse como Caballo Viejo, con la mendaz fragilidad del patriarca que en el hieratismo reinventa sus otoños. Políticamente ha muerto por su propia medicina, asomando la flaqueza del desprecio, la misma o muy parecida que llevó a Luis XVI a anotar en su diario «un día tranquilo» aquel 14 de julio. Barakas y una buena cohorte de fontaneros aparte, el mérito de Pedro Sánchez radica en dejarse atrapar por la audacia de los vientos favorables, en la que lo nuevo es viejo en cuestión de microsegundos, amén de que, para qué engañarnos, Rajoy siempre fue un político de levita que, en su última cena, invocó con un puro las bocanadas de Sagasta o Castelar. No atisbar el giro peneuvista fue un gravísimo error de cadete, que obligó a Soraya a ejercer de médium con el bolso de Mary Poppins.

Pero los eclipses se han trasmochado en cesantías, porque lo verdaderamente importante es el poder, machote. Wegener descubrió el movimiento de las placas tectónicas, pero en las mismas no incluyó los codazos de las bancadas políticas, las que entran y las que salen; las que desplazan al pez chico para asegurarse los garbanzos; y las que permutan en sus sueños borreguitos por carteras ministeriales. En el fondo de todos, cómo no, una idea de entender España.

Sánchez ya ha marcado la mayor muesca de su ego. Ahora toca acelerar las canas, para bandearse entre eclipses y avisperos. Con tanta convulsión, lo más extraordinario es aventurar que no pasará nada. Salvo alguna que otra certeza: el poder desgasta, pero al no tenerlo se te pone la cara de tonto.

* Abogado