Dos de cada tres personas siguen leyendo los libros en papel. !Bendito sea! Hace unos años algunos sentimos miedo del diabólico invento del libro digital que parecía arrojaría a los de papel a más hogueras aniquiladoras que la propia Inquisición. Ha pasado el tiempo y parece que podemos respirar tranquilos porque la tecnología no ha conseguido desbancar al papel.

En esta singular tierra de Cervantes el libro digital --el e-book-- solo representa el 5,1% de la facturación del sector, frente al 25 % que supone en América, lógico si pensamos que allí nada había cuando nuestras bibliotecas rebosaban con volúmenes de tintas variadas.

Para los que nos gusta escribir, nada es comparable con hacerlo deslizando la tinta azul pálido sobre el blanco papel, aunque haya que reconocer que el avance de los medios tecnológicos es innegable y, además, fantástico. Aún recuerdo aquellas demandas interminables escritas a máquina con papel de calco por triplicado que no soportaban la más mínima corrección. Primero tocaba escribir a mano, luego mecanografiar durante horas y luego esperar que no hubiera fallos porque si así ocurría, no había otra que borrar con tipex y añadir encima con cálculos milimetricos la palabra corregida... ¡ay aquellas tiritas en el alma herida del impoluto papel!

Hoy todo eso es pasado y el olor a tinta sobre el papel ha cedido y con gusto al cortar, copiar, pegar y corregir cuantas veces sea necesario, haciéndolo incluso en el rincón más recóndito del planeta desde el que enviar a miles de kilómetros lo escrito solo cuesta apretar una tecla. !Dios, cómo me gusta ese click!

Sin embargo, si de leer se trata no estoy tan segura de que el avance haya sido para mejor. Desde aquí reivindico, aún a riesgo de ser tachada de más antigua que la momia de Tutankamon, mis demandas impresas en papel para leerlas cuantas veces quiero, los tomos de los sumarios fotocopiados folio a folio a los que les voy poniendo pegatinas de colores y anotaciones a mano que quiero recordar, el olor de mis libros entre los que escondo flores secas y las dedicatorias que me hicieron, las cartas que me escribieron y hasta las copias de las que yo escribí, libros con versos robados en alguna de sus esquinas y la maravillosa posibilidad de, sin firma digital, ponerles para siempre mi nombre, un día, un año y hasta una canción.

* Abogada