Dylan Thomas fue un poeta inglés que gustaba mucho a Claudio Rodríguez y escribió versos portentosos: «Y la muerte no tendrá señorío. / Desnudos los muertos se habrán confundido / con el hombre del viento y la luna poniente». A Claudio, nuestro Dylan Thomas de Zamora, le encantaba leer al galés porque en su ritmo vivo el poema se alzaba con el volumen propio de su música, en su cuerpo arrasado de ebriedad para esconder la cicatriz de una vida. Ninguno de los dos ganó el Nobel, pero tampoco lo necesitaban: el premio ya estaba en sus poemas. Cuando Robert Allen Zimmerman se perdió por las rutas secundarias de EEUU buscando las canciones y el rastro de Woody Guthrie, mientras cargaba su ajada maleta con los libros de Yeats, supo que además de tocar la guitarra con su pacto invisible necesitaba un nombre: escogió a Dylan Thomas y se convirtió en Bob Dylan, como cuenta él mismo en sus memorias. Woody Guthrie, el padre de la canción folk estadounidense, esa presencia fantasmal de acecho que seguía el joven Bob, tampoco ganó el Nobel, a pesar de haber escrito una novela, La casa de tierra. ¿A qué juega el Nobel? Bob Dylan, el más grande cantautor anglosajón con Leonard Cohen, no es escritor, sino cantautor. O sea: letrista, como máximo. La soledad del escritor de fondo, frente al teclado o el folio, con un texto que siempre se defenderá solo, es algo muy distinto a la puesta en escena de un cantante, el ritmo de su cuerpo, su guitarra o su armónica, la orquesta, los discos, el fuego sostenido o roto de su voz. No es ni mejor ni peor: es otra cosa. A mí el Nobel siempre me ha parecido una gilipollez, pero Paul Auster, Philip Roth, Pere Gimferrer o Pablo García Baena son escritores que lo merecerían, como antes Aleixandre y Juan Ramón. Pero hay que haberlos leído, y una canción vuela el aire del desierto en tres minutos. Dejemos a la literatura su escaso territorio. Todo esto, claro, suponiendo que el Premio Nobel aún le importe algo a alguien.

* Escritor