En su último libro, Una novela criminal --Premio Alfaguara de novela-- el escritor mexicano Jorge Volpi coloca una bomba lapa en los cimientos corrompidos del sistema judicial de México. Lo mismo que Truman Capote hizo con A sangre fría hace Volpi con un caso de corrupción policial, una suerte de farsa en connivencia con Televisa, retransmitiendo en vivo y en directo la liberación de tres supuestos retenidos por una pareja de secuestradores, los Bonnie and Clyde mexicanos, que dieciséis años después siguen sin juicio. De aquel burdo montaje, uno de los secuestradores, Israel Vallarta, continúa en prisión preventiva mientras que su partenaire, la francesa Florence Cassez, fue puesta en libertad por la mediación y el orgullo nacional de Sarkozy, lo que provocó un conflicto diplomático entre Francia y México, lo que a su vez dio visibilidad a una macarrada policíaca que, sin el presidente francés de por medio, jamás se hubiera conocido. Les cuento esto porque ha sido con ocasión de esta novela denuncia como me reencontré con el audaz Volpi, estudiante en Salamanca y residente en San Sebastián un tiempo, al que pregunté qué no había logrado entender de los españoles durante su larga estancia en nuestro país. Su respuesta fue inmediata y rotunda: «No puedo entender que ustedes estén todo el día quejándose». Tal afirmación me llevo a otro libro, La cultura de la queja, título que el ensayista norteamericano Robert Hughes dedicó hace veinte años a esa costumbre arraigada en los EEUU de quejarse para obtener réditos políticos y sociales. Lo que en traducción española sería «el que no llora no mama». La reflexión de Volpi me llevó a pensar en esa cultura de la queja que está calando en las costumbres europeas y españolas, en lo que a mí me parece un paso atrás. Hasta no hace mucho, la queja estaba considerada de mal tono, hasta de falta de educación. Formamos parte del diez por ciento de la Humanidad afortunada y nos pasamos el día quejándonos. Casi podría decirse que vivimos instalados en la dulce queja permanente. Incluso hay quien cree haber nacido víctima. El 70% u 80% de la Humanidad carece de los derechos más básicos, y los afortunados del primer mundo nos dedicamos a cultivar la cultura de la queja. Esto es sonrojante.

La queja --sobre todo para quien no tenía motivos-- se consideraba algo indigno. Luego, ¿qué fue de la dignidad? Se me ocurre que deberíamos hacer un esfuerzo, una cura de realidad social y un intento por abandonar la cultura de la queja y volver a cultivar la dignidad. Tal vez entonces consigamos dormir mejor, ahorrar en ansiolíticos y no dar la tabarra a familiares y amigos en estos próximos días de asueto y comilonas.

* Periodista