Ni estoy bien ni mal conmigo, más dice el entendimiento que un hombre que todo es alma está cautivo en su cuerpo" (Lope de Vega) ¡Cuántas veces he leído este poema! Ayer mismo fue la última y tras escuchar a un anciano que me contaba su vida. Sí, porque, con resignación, se lamentaba de cómo llega un momento en el que el alma no cabe en el cuerpo --decía--, porque una cosa es querer y otra poder. Me pareció entenderlo bien porque los años, pasito a pasito, nos van segando, o al menos debilitando, facultades a todos, pero como dice Amiel, "saber envejecer es la obra maestra de la vida", y no digamos cuánto valor y voluntad hay que derrochar ante el tremendo drama del que se va aproximando a la vejez, sintiendo, no obstante, que su alma sigue siendo muy parecida a aquella con la que jugaba cuando era niño. Pero todo pasa a dar error: la vista, el oído, los dientes, las piernas, los dolores, el cansancio... y como me decía este buen hombre, parece una total insurrección que te niega, prácticamente, la posibilidad de seguir mínimamente haciendo aquello que deseas. Y a todo esto habría que añadir una especie de constante justificación ante los demás por seguir existiendo, ya que las expresiones que te rodean suenan a reproches: "¡Pues yo firmaría por llegar a tu edad!" "¡Y vaya si te has cargado ya a gente!", etc. Y no digamos la incomprensión con frases como estas: "Es que no quieres moverte", "es que te has vuelto muy cómodo", etc. Y el anciano, con su alma de niño y con lágrimas en los ojos, sigue soñando con el mar, y con escapadas a la montaña y con sus horas de amigos y vivencias compartidas, y con amores, besos y palabras que fueron música en sus oídos y alegría en su caminar, pero, error, sobre error, sin haberlo leído ni tan siquiera una vez, repite o inventa los versos de Lope: "De mis soledades vengo, a mi soledades, voy-"

* Maestra y escritora