Hay asuntos sobre los que no suelo escribir mucho. Esto no quiere decir que no me preocupen y que, por supuesto, no ocupen parte de mi tiempo, aunque no suela ser el de la escritura. Política y deportes son dos de ellos, aunque reconozco que el deporte se lleva la palma porque de política y de corrupción sí que has podido leer algunos artículos en el último par de años. A pesar de ello, ¿cómo no va a preocuparme el asunto de Cataluña? Hace unos días asistíamos todos conmocionados a la barbarie protagonizada por un grupo de jóvenes que decidieron poner punto y final a la vida de unos ciudadanos que tranquilamente paseaban por uno de los lugares más bonitos de este planeta: las Ramblas de Barcelona. Aún no me he olvidado de ello y ya tengo delante de mí el día primero de octubre, del que solo espero que no se convierta en algo peor que lo ocurrido en los últimos atentados. Y es que este domingo próximo va a ser un día complicado.

Reconozco que durante los últimos meses, tiempo en el que se ha recrudecido esta confrontación más de política de despachos que de ciudadanos de a pie de calle, he tratado de reflexionar individualmente y con amigos y compañeros sobre esta peculiar situación en la que el gobierno de una Comunidad autonómica quiere declarar su independencia y pasar a ser una República separada definitivamente del Estado español al que aún hoy sigue perteneciendo. Entiendo que la única manera que tienen de poder llevar esto a cabo es a través de la desobediencia a la Constitución Española de 1978, ley fundamental del Estado a la que deben respeto, obediencia y sumisión. El panorama es desolador. ¿Qué hemos hecho para llegar a esta situación tan lamentable? El otro día me di cuenta de que Puigdemont, como suele ocurrir en estos casos, solo es una marioneta colocada ahí por el poder económico para recibir los palos que de esta situación se puedan generar, un pobre infeliz que no tuvo más remedio que reconocer ante la opinión pública que hace cuatro años era de ideas muy distintas a las del independentismo. Reconozco que en estos vaivenes de mi pensamiento alguna vez he pensado que tampoco tendríamos que escandalizarnos si un determinado territorio y los ciudadanos que lo habitan solicitan constituirse en Estado propio, vamos que si no quieren estar junto a nosotros, el resto, pues que se separen y ya está. Ni es la primera vez que sucede ni será la última. Lo que sí me escama es que el adalid máximo de todo este proyecto, que también se ha movido según los intereses del momento, entre el sí a la independencia y el no cuando le ha parecido y me refiero al deshonorable Jordi Pujol & Cia. (y ya lo avisó Tarradellas) se mueva como tantos otros, que no nombraré pero que conoces perfectamente, con el único deseo de escapar de la expiación de sus culpas que solo pueden conseguir si salen del control del Estado español (tranquilos que con un poco de suerte Montoro los «amnistiza»). Cataluña les importa una mierda, perdonad la expresión, pero no encuentro otra en estos momentos. Lo que no comprendo es que los catalanes no se hayan dado cuenta si no fuera porque a mi cabeza viene enseguida un principio fundamental de la filosofía de la vida que dice que hasta que no logras salir de un problema no es posible el reconocimiento de haberlo padecido. Creo que unos cuantos apátridas están engañando miserablemente a nuestros hermanos de Cataluña. Que el Estado debe ocuparse de las quejas de este pueblo, sin duda, por supuesto que debe hacerlo, pero unos cuantos linces han utilizado esta excusa (que también otras comunidades podrían utilizar) para sublevar a un pueblo del que reniegan constantemente. Solo espero que el día dos de octubre, cuando me levante, mis hermanos catalanes, todos o los que quieran, lo sigan siendo y que el Estado Español y el gobierno de turno se ocupe de ellos como merecen, como un dignísimo pueblo en el que solo acierto a ver riqueza lo mire por donde lo mire.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea