Desde las primeras declaraciones de derechos apareció el reconocimiento de que el límite para lo que en principio se denominaban derechos naturales, y que ahora hemos ampliado y llamamos fundamentales, se encuentra en los derechos de los demás. Y debemos convenir, por tanto, que si una cuestión clave como es la de los derechos tiene sus limitaciones, cuanto menos deben tenerla otros muchos aspectos de nuestra vida en sociedad. Sin embargo, en este siglo en el que vivimos parece que ya no existen topes, de modo que no dejan de sorprendernos cada día declaraciones o actuaciones en las que hace acto de presencia la ignorancia, cuando no la desfachatez, a la hora de respetar a los demás. Ya hace unos años Tomás y Valiente nos advertía acerca del mal uso que se hacía de la libertad de expresión, y eso que no llegó a conocer las redes sociales de nuestro tiempo. Además, apeló a que cada uno de nosotros nos cuidáramos de pensar en los límites de nuestra libertad, «porque -decía-- no es aconsejable que el sujeto de un derecho de libertad se interese solo por su contenido máximo y deje que de los límites se ocupen otros, las víctimas o los jueces».

Pero a veces cuando queremos establecer límites ya llegamos demasiado tarde, como ocurrió por ejemplo con el famoso botellón de los jóvenes, que en principio fue defendido como un ejercicio de libertad, pero que en muchos casos se practicaba a costa de los derechos de otros muchos ciudadanos. En otro ámbito están las declaraciones de personajes públicos, de las que en tiempos recientes he podido constatar dos casos significativos. Uno el de la presidenciable en las elecciones galas Marine Le Pen cuando trataba de obviar la responsabilidad de los franceses en el colaboracionismo con los nazis, algo que la historiografía ha documentado, es decir, estamos ante un hecho concreto, no ante la interpretación del mismo, y sin embargo no parece que los ciudadanos se escandalicen por ello, al menos quienes están dispuestos a votarla. El otro ejemplo, más próximo, lo encontré hace pocos días en una entrevista con Arnaldo Otegi, quien en un alarde de analfabetismo, dijo que uno de los errores cometidos por su organización fue que no supieron «leer antes» que la sociedad a la que «supuestamente» pretendían servir les demandaba el cese de la lucha armada. Además de no saber leer, había que ser ciego y sordo para no darse cuenta de que el mantenimiento de la lucha armada, en especial una vez desaparecida la dictadura, era un claro ejercicio de terrorismo. A Le Pen le han contestado algunos historiadores para aclararle la responsabilidad del régimen de Vichy, en el caso de Otegi no he visto ninguna respuesta a esas afirmaciones que solo cabe calificar de cínicas. Tanto una como otro se sienten seguros de que nadie les va a pasar cuenta por esas palabras, viven amparados en el modelo de que no hay límites a lo que podamos decir, aunque sea mentira.

En otros casos la superación de límites nace del abuso, si bien con el amparo de lo que es popular, es decir, de algo que aparentemente cuenta con apoyo mayoritario, cuando es bien conocido que tener mayoría no implica tener razón. En este supuesto situaría la decisión del cambio de la carrera oficial en Córdoba, cuestión sobre la que ya ofreció argumentos indiscutibles Desiderio Vaquerizo en estas páginas, y a lo que se puede añadir la realidad vivida por los vecinos de la zona durante esos días. Por mi parte, solo pediría que, por favor, dejen de utilizar el calificativo de «histórico» para cada uno de los momentos en que alguna cofradía ha pasado por un determinado lugar, porque dan lugar a una pérdida del valor del término. Y otro abuso del que, al parecer, María Dolores de Cospedal tendrá que dar explicaciones, ¿por qué las banderas del ministerio de Defensa estaban a media asta el Jueves Santo?.

* Historiador