De nuevo el rey en las tertulias periodísticas y más allá; bueno, el rey emérito, o el viejo, o el anterior, el que abdicó. El escándalo Corina no es extraño o raro en realidad. Se trata de un eslabón más, otra bola móvil del ábaco que se desliza por la barra del pasado más desconocido de Juan Carlos I. Lo único realmente llamativo del presente episodio viene de la mano de quien provoca el incendio político. Se trata del expolicía Villarejo y un curioso en esta salsa avinagrada llamado Villalonga, expresidente de Telefónica. Pero las revelaciones de la sorprendida examante de Juan Carlos, que nos dan a entender que el rey emérito manejó dinero oscuro (comisiones y otras entregas) con testaferros en Suiza, se han convertido en un volcán político en la sociedad del escándalo que está instalada España desde hace años.

Es llamativo que un señor excomisario en la cárcel acusado de una decena larga de delitos (cohecho, revelación de secretos, blanqueo, falsedad documental, organización criminal...) haya provocado tal escándalo para defenderse con el chantaje. Parece decir a quien corresponda: arreglen lo mío o me llevo por delante el templo. Villarejo, un nuevo Sansón.

Unos, digamos que personas o instituciones tan representativas como Alfonso Guerra, el PP y hasta la Presidencia del Gobierno, defienden que nadie puede echar pulsos al Estado zarandeando de esta manera la monarquía. Y otros, Podemos, la extrema derecha y, yendo por derecho: miles de ciudadanos asqueados por tanta corrupción, ven a la Casa Real culpable. Y apuntan la salida del referéndum: monarquía o república.

La verdad es que la monarquía restablecida por Franco y luego refrendada democráticamente por la Constitución del 78, nunca estuvo del todo segura. A excepción de los socialistas y la gran mayoría la gente sencilla que la apoyan (¿continúan?) sin fisuras, el resto siempre tuvo dudas y no abandonó las cavilaciones.

Pero es en los últimos años que culminan con la abdicación de don Juan Carlos y luego el discreto caminar de Felipe VI, cuando se viene tratando a la figura del rey con aspereza y airado rechazo en no pocas ocasiones. Primero fue Podemos; luego el nacionalismo separatista, y ahora la sombra turbia de un pasado de don Juan Carlos hace que se profundice en la misma herida.

¿Qué hacer? Lo cierto es que cada año que pasa crecen las dudas ciudadanas sobre las bondades de la Corona, y el nuevo rey tiene escaso margen de maniobra para salir de la calle bien estrecha donde lo situó lo la Constitución, mientras el nuevo tiempo político no deja de hostigarle. Además, hace tan solo unas semanas que el Congreso de los Diputados echó a un presidente del Gobierno que no supo desprenderse del alud de corrupción que inunda su partido.

¿Por qué no investigar también al rey emérito? Seguro que existen, además del gravísimo problema institucional y de estabilidad de política que tal acto conllevaría, grandes escollos jurídicos. Aunque la tarea más difícil, acaso imposible de llevar a cabo con éxito, seria desligar la presunta acción delictiva de don Juan Carlos de la figura de su hijo el rey, que nada hizo, y sobre todo de la institución que encarna: la Jefatura del Estado en forma de monarquía.

Es poco probable que Hacienda, quizás de oficio, y la Audiencia Nacional se desentiendan del caso.

* Periodista