Dicen que lo de hacer regalos es un síntoma de civilización. Que solo en las sociedades avanzadas se tiene la necesidad de ofrecer cosas al prójimo, a cambio o no de otras cosas. Como sea, la costumbre es tan antigua como nosotros mismos. Ya los romanos se hacían obsequios más o menos por estas fechas -sus saturnales-, cuando en nombre del dios Saturno celebraban la llegada de la luz que comenzaba a alargar los días del invierno.

En tiempos menos sutiles, la opulencia formaba parte del espíritu del regalo. La finalidad era la sorpresa, el agasajo. Cuanto más caro el obsequio, mejor cumplía su cometido. El oro, incienso y mirra que los tres sabios de Oriente -que no reyes, ojo- regalaron a un recién nacido nos da una idea del poder que le sospechaban. No fueron los únicos. El navegante Ulises recibió también regalos opíparos de un posible adversario, el rey de Thesporia: ni más ni menos que metales preciosos suficientes para enriquecer a su descendencia hasta la décima generación. Algo debía de querer.

Los siglos nos han domesticado la costumbre de regalar. Incluso entre jefes de Estado, ya no está bien gastarse una fortuna. Era una práctica demasiado cercana a la compra de favores o incluso al soborno. Dicen que el límite se estableció por culpa de los saudís, que iban por ahí regalando caballos purasangre a todo hijo de vecino. Se fijó una cantidad máxima: 375 dólares. Los regalos que excedan ese monto deben ser rechazados. Lo caro ya no impresiona a nadie y puede que a menudo se asocie con el mal gusto. Ahora se estila otra opulencia: la de la imaginación. Mucho más democrático y también mucho más divertido.

Los psicólogos seguro que están de acuerdo. Ellos hace mucho que advierten de lo dañino que es el exceso, tanto en cantidad como en calidad. Debemos regalar menos cosas y más tiempo. Por ejemplo: un vale para un paseo. O para una partida de parchís. O para ver una película juntos. Claro que esto no es aplicable a los jefes de Estado (aunque me encantaría echarme un parchís con Obama, incluso con Trump, incluso con Rajoy, incluso con la reina de Inglaterra).

La psicología del regalo-experiencia dice que produce placer cuando se consume y no cuando se recibe y que por esa razón crea vínculos más fuertes entre los dos implicados. Están muy recomendados entre personas cercanas que quieran serlo más aún. De haberlo sabido, tal vez el rey de Thesporia le habría regalado a Ulises una juerga sin riesgos con sirenas cantarinas. O puede que los Reyes Magos le hubieran regalado al Mesías un paseo en camello o un curso de taichí.

En ese sentido, y en otros, hay que reconocer que el sultán de Las 1001 noches fue un moderno, porque cada amanecer le regaló a Sherezade la experiencia que ella más deseaba: un día más de vida para poder seguir contando sus queridas historias. Menudo regalazo. Tal vez todo se reduzca a estas tres cosas: la opulencia, el buen gusto y la muda influencia de la moda, que guía nuestro destino como una estrella de Belén.

* Escritora