El dolor se ha transformado en estupor. El descubrimiento de que el Airbús siniestrado en los Alpes se precipitó a tierra por una premeditada y activa decisión del copiloto incorpora irracionalidad a la tragedia y obliga a una reflexión sobre las normas que rigen la aviación comercial. Como dijo ayer el presidente de Lufthansa, la compañía matriz de Germanwings, ni en la peor de las pesadillas era posible imaginar una monstruosidad así, y menos en una firma de Alemania, país sinónimo de rigor. En cualquier actividad en la que intervienen humanos cabe la posibilidad de error, pero en el transporte de viajeros en avión debe actuarse de forma que el riesgo se reduzca lo más cerca posible de cero. Y en este caso hay fundadas sospechas de que no se hizo así. Que Andreas Lubitz, el copiloto, interrumpiera en el 2006 su formación por problemas psicológicos obligaba luego a extremar la alerta sobre su aptitud para pilotar un avión y tener en sus manos la vida de centenares de personas. Más sorprendente es que el blindaje de las cabinas de los aviones decidido a nivel mundial tras los atentados del 11-S en EEUU no lleve aparejado que obligatoriamente haya siempre dos miembros de la tripulación a los mandos, lo que habría hecho más difícil la matanza. Y no es baladí inquirir si tiene relación con los ajustes presupuestarios de las compañías low cost , por más que se insista que estas tienen igual seguridad que las convencionales. Aunque ya había precedentes de pilotos kamikazes, lo ocurrido en los Alpes obliga a revisar protocolos y rutinas: no todo se reduce a aparatosos controles de los viajeros en los aeropuertos. Si algo infunde confianza en el marco de este espeluznante suceso es la diligencia y la credibilidad de las autoridades francesas, que han dado respuesta en 48 horas a dos de los grandes interrogantes: cómo fue y quién fue. El porqué quizá siga siendo un misterio, una dura carga añadida a los familiares de las víctimas.