Durante los años 70 del siglo pasado, en las ciudades aseadas y puntuales de Holanda, destacaban los aparcamientos de bicicletas. Una invasión de bicicletas que nos despertaron pequeñas reflexiones. De una parte, que aquella espaciosa plaza de Rotterdam, invadida por miles de bicicletas, sería el paraíso de un neorrealista ladrón de bicicletas. A renglón seguido, pensábamos en la dificultad que tendrían los usuarios para hallar su bici en el confuso maremágnum. En aquel entonces --ya dije, principios de los 70--, las bicicletas holandesas eran, también, un ideal de transporte, inalcanzable para quienes no vivíamos en lugares tan lisos y exactos como los Países Bajos.

Aquí, las bicicletas se consideraban cosa de héroes deportivos: gentes musculosas y aguerridas que, en julio, subían el Tourmalet, el Galibier y, una vez coronados, se bajaban de 'la burra' y, en la cuneta, como Bahamontes, consumían, para crear leyenda, un helado de vainilla. Al poco tiempo, Fernán Gómez, en su faceta de escritor, intentó convencernos de que las sentimentales bicicletas, muy usadas en excursiones juveniles, eran, solamente, para el verano. Aún faltaban lustros para que empezasen a construir, con fondos europeos, carriles bici intermitentes, de uso discreto, pues el aprecio por la bicicleta urbana, modosa, tranquila, crece pero no acaba de cuajar.

Por eso, en estos días nos ha producido cierta sorpresa el éxito que viven las bicicletas de montaña. Todos los domingos, los caminos rurales de la serranía son un singular velódromo por el que transcurren, subiendo y bajando cuestas pedregosas, innumerables ciclistas. Lo anterior certifica que, en el fondo, siempre fuimos un país de escaladores que, en los últimos tiempos, políticamente hablando, se han transformado en trepas puros.

* Escritor