En noviembre del 2008 Obama se convertía en el primer presidente negro de la historia de EEUU. Ocho años después, en la hora de los balances, este hecho simbólico en un país con un atroz pasado esclavista sigue siendo uno de sus grandes bagajes, sino el principal, lo cual es por sí mismo un buen ejemplo de hasta qué punto su legado es dispar. «Sí, se pudo», dijo Obama en Chicago la semana pasada en su discurso de despedida, y si como vara de medir se coge la oleada de euforia con la que llegó a la presidencia --el «Yes, we can», el Nobel de la Paz más prematuro de la historia…--, la afirmación es cuanto menos aventurada. En política interior sus programas de estímulos fueron claves para sacar a EEUU de la recesión. Su reforma sanitaria quedó lejos de ser un sistema de cobertura universal, pero logró que miles de personas pudieran permitirse un seguro médico, aunque fuera a costa de permitir que el derecho a la sanidad siguiera en manos de las aseguradoras. En sus discursos abordó de forma madura y respetuosa asuntos tan difíciles como la religión y la raza. Tras su mandato las desigualdades raciales continúan como algo cotidiano, pero sus firmes y continuas palabras diferenciando islam de terrorismo marcan el nivel de excelencia de su presidencia en tiempos de populismos y demagogia. Sus lágrimas tras la matanza de la escuela de Sandy Hook y su posterior discurso por un mayor control de armas nunca se vieron acompañados por una decisiva inversión de su gran capital político en este tema tan complejo. Es cierto que en el Congreso, los medios y las redes sociales el demócrata ha afrontado una oposición en muchas ocasiones irracional, insultante y racista (el asunto de su certificado de nacimiento). También lo es que a menudo daba la sensación de que prefería evitar la batalla política en sus términos más ideológicos.

En la arena exterior, Obama puede presumir de tres hitos indiscutibles: la muerte de Osama bin Laden, el histórico restablecimiento de las relaciones con Cuba y el pacto nuclear con Irán. Pero su mandato también ha puesto de manifiesto los límites del poder estadounidense. Que un presidente firme un decreto que ordene el cierre de Guantánamo no basta, y ocho años después el penal de la vergüenza sigue abierto. Frente al intervencionismo de su antecesor, Obama optó por seguir desde la barrera conflictos como el libio y el sirio y, pese a su magnífico discurso de El Cairo, ha dejado manos libres a Netanyahu y ha olvidado a los palestinos. En el caso sirio, ha permitido a Rusia hacerse con un espacio que Washington o no ha querido o no ha podido o no ha sabido ocupar. Las muertes de civiles bajo bombardeos con drones hay que ponerlos en el lado más oscuro de su presidencia, junto a los millones de emigrantes indocumentados expulsados durante su mandato.

En unos días Trump tomará posesión, y ya hoy se añora a Obama. Pese a su dispar legado, hay motivos de sobra para hacerlo, porque resulta innegable su enorme talla de estadista. Obama ha honrado la política con un estilo impecable y un peso simbólico e histórico incuestionable. Su presidencia, vista desde las expectativas de la obamamanía, no ha resultado transformadora. Vista desde el miedo a Trump, es ya motivo de añoranza inmediata. Hará falta distanciarse con el tiempo para analizarla en su justa medida histórica.