Si fuera posible elegir algún otro momento de nuestra historia para vivir, escogería ser un ilustrado, a ser posible uno de aquellos que, desde mediados del siglo XVIII, apostaron por sacar a nuestro país del atraso y de la incultura. También de las estructuras del Antiguo Régimen, como intentaron llevarlo a la práctica en Cádiz. Me habría gustado ser espectador de los debates de las Cortes reunidas en aquella ciudad andaluza entre 1810 y 1813, cuando un sector de los diputados demostró tal generosidad a la hora de negociar una Constitución y unas nuevas leyes que el público les dio el nombre de liberales. Allí no se descubrió el liberalismo como corriente ideológica, pero sí el uso de ese término para designar a los diputados reformistas. Si pudiera elegir un segundo momento histórico optaría por estar presente en la jornada del 14 de abril de 1931, cuando en la Puerta del Sol de Madrid, desde el balcón del que entonces era ministerio de la Gobernación, Niceto Alcalá-Zamora proclamó la II República. Y por supuesto me gustaría ser testigo de los debates parlamentarios de las Cortes Constituyentes que iniciaron su actividad dos meses después, el 14 de julio. A veces me los puedo imaginar cuando leo el Diario de Sesiones de aquellas fechas, pero aunque pueda acceder al contenido, me faltan las voces, la entonación, los gestos o los comentarios desde los escaños.

No obstante, tener estos deseos no me conduce a comportarme hoy ni como un ilustrado dieciochesco ni como un republicano de los años treinta. Pero en la política actual sí observo, cada vez más, a personajes que se sitúan fuera de contexto, como si desearan estar en otra época. Uno de los casos más significados es el de los dirigentes de Podemos, y en particular de Pablo Iglesias, pues da toda la impresión de que le gustaría estar en los años del tardofranquismo, tener enfrente a la maquinaria dictatorial. Con él se cumple aquella frase que se escuchaba durante unos años de que «contra Franco vivíamos mejor», cuestión desmentida en su momento por alguien tan lúcido como Vázquez Montalbán. Iglesias nos habló de la casta, también de la Triple Alianza (término presente en diferentes momentos de la historia de Europa y aplicado a diversas coaliciones internacionales) y su último invento ha sido el de «bloque monárquico», un término que carece de toda consistencia política. Algo parecido le ocurre a Ada Colau, que se presenta tras una pretendida neutralidad, pero cuando tiene que dar algún paso adelante se coloca junto a los que se saltan la legalidad democrática.

En cuanto a Puigdemont, Junqueras o Forcadell, por citar las caras visibles del independentismo catalán, creen que son los líderes de un movimiento de liberación, viven instalados en una falacia, hasta el punto de que en mi opinión ya han dado el paso de asumir sus propias mentiras y se ven como algunas de las grandes figuras de libertadores que sacaron a su país de la opresión y del colonialismo.

Llegados a este punto de irracionalidad, habrá que esperar el momento de exigir responsabilidades por lo pasado en los últimos años, pero cualquier demócrata respetuoso con el Estado de Derecho entiende que hoy la única alternativa era el art. 155, cuestión en la cual los socialistas han dado un ejemplo de madurez y de seriedad política. Y en cuanto al Gobierno, su actitud es comparable con una anécdota curiosa. En su Breve historia de la paradoja, recoge Roy Sorensen la respuesta del matemático J.E. Littlewood cuándo le preguntaron qué hacía Dios antes de crear el mundo: «Estaba haciendo matemática pura y pensó que sería bueno hacer un poco de matemática aplicada». No sé qué habrá hecho Rajoy durante mucho tiempo, pero ahora, forzado por las circunstancias y por los socialistas, ha pensado que sería bueno hacer política.H

* Historiador