Oyó los rezos que acompañaban el amanecer. Quizá, momentos antes, cuando las sombras aún reinaban, vio la comida con la que algunos se preparaban para aguantar el día de ayuno. Ramadán. El mes sagrado para más de 1.600 millones de musulmanes. Les observó lavarse, vestirse y pisar las calles. Es posible que incluso oyera sus pasos dirigiéndose al trabajo, a la escuela; el ruido de los coches sobre el asfalto de Kabul. Quizá entonces volvió a pensar en los rezos que horas antes le habían invocado. Sí, Él tenía que saberlo. Se elevaron a Alá los rezos de los que morirían antes de las 8.30. También de los que cargaron de explosivos un camión. De los que activaron el detonador cuando el lugar estaba lleno de gente, de niños. Y en el aire volvieron a estallar los rezos. Esta vez preñados de aullidos y sangre. Misericordia. Acógeme en tu seno. Permite que viva. Que no muera, que el pequeño no muera. Líbrame del dolor. Piedad, Señor, ten piedad. Sí, tuvo que oír esos rezos. Como también resuenan en esa mente sin cuerpo, sin más alma que la suma de todas las que le invocan, las oraciones desesperadas de los que se pierden en el mar, en el desierto, en la indiferencia. Los yihadistas han llamado a la acción: «Los ataques contra los civiles nos gustan y son los más efectivos. Pueden traeros grandes recompensas [divinas] en Ramadán». Hay días en que dios se siente muy poco Dios. Como mucho, un dios intruso.

* Escritora