Sacar ahora del pozo de la memoria-desmemoriada a Pedro Solbes puede resultar un tanto forzado. Pero es que Solbes, ministro en el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, condujo la economía en los albores de la que fuera la gran crisis del siglo XXI. La imagen que transmitía Solbes entonces fue la de una persona seria y rigurosa en un contexto en que «las alegrías» financieras y los gestos populistas fueron la dominante.

Después de unos años de progreso económico, la segunda legislatura de aquel Gobierno coincidió con el estallido de la gran crisis, de efectos devastadores en España; es lo que eufemísticamente se llamó «el inicio de la desaceleración» (2007-2008), pues la palabra «crisis» quedó literalmente apartada del diccionario gubernamental.

Y contaba el propio Solbes que, cuando abrumado por las dimensiones de «la desaceleración», comunicó al presidente que la situación ya no podía prolongarse más, Zapatero le respondió: «No me digas, Pedro, que no hay dinero para hacer política».

Se entendía que «hacer política» no era sino usar el dinero público para emplearlo y aplicarlo en inversiones que, al margen de su eficacia como motor de desarrollo, servían como elemento propagandístico, manteniendo una impresión de normalidad e incluso de prosperidad. Finalmente, la sustitución de Pedro Solbes por Elena Salgado (2009), dio paso a un período de declive económico del que, en buena parte, todavía no hemos salido.

Pero ¿por qué este recuerdo a Zapatero y sus gobiernos? Es que aquella crisis se llevó por delante, entre otras cosas, la credibilidad de uno de los grandes partidos de la transición española, el PSOE, que desde entonces, no solo no levantó cabeza en las urnas, sino que su espacio electoral fue disputado por otras nuevas formaciones políticas.

Pues en estas circunstancias, después de una moción de censura en la que nadie creía, Pedro Sánchez accedió a la presidencia del Gobierno y, mediante una imaginativa selección de su gabinete, consiguió en menos de una semana revertir las sensaciones y, de pronto, recuperar el optimismo para una izquierda que languidecía penosamente. Para ello se utilizó una buena dosis de «teatralidad» y calculado «índice de impacto», pues de cualquier cosa se podría acusar al gobierno «Sánchez» menos de no llamativo y sorpresivo.

Pero la operación tenía sus riesgos y algunos de ellos no tardaron en aflorar («el cese/dimisión» del ministro de Cultura, las dudas sobre el de Agricultura...), dejando a la vista que el impacto de la excesiva teatralidad es efímero y puede volverse en contra de quien abusa de ella. ¿Teatralidad como estrategia? De acuerdo, parece lícito. Pero sin abusar y, sobre todo, que siempre vaya acompañada de eficacia en el gobierno y contención en el gasto.

La mayoría femenina en el gabinete, la personalidad de alguno de sus miembros, el ya prediseñado traslado de los restos de Franco... todo ello son elementos que, por lo pronto, contribuyen a mantener esta atención mediática, pero no son suficientes ni de efectos permanentes y, sobre todo, poco aportan al desarrollo económico de España.

El exceso de teatralidad en el traslado a puertos españoles de los inmigrantes del Aquarius ha dejado a la luz la debilidad del sistema: un hecho objetivamente positivo y loable, se ha convertido en un espectáculo propagandista bochornoso y, además, ofensivo para quienes diariamente se dejan la piel en las costas andaluzas para salvar y socorrer a miles de inmigrantes. Además de la dignidad, está en juego el futuro de España y la supervivencia del propio Gobierno; se trata de que María Jesús Montero no tenga que plantarse un día ante Pedro Sánchez y decirle: «Pedro: no tenemos dinero para hacer política».

* Catedrático