Un nutrido grupo de catalanes acompañó ayer al expresidente Mas y dos exconsejaras en su declaración ante el TSJ de Cataluña, acusados de desobediencia por organizar la consulta del 9 de noviembre del 2014 pese a la prohibición explícita del Tribunal Constitucional. Esta manifestación para presionar a un tribunal amparado en el Estado de derecho pretende ser la espoleta de una movilización del independentismo que parte de la mayoría parlamentaria catalana quisiera permanente hasta la hipotética celebración de un referéndum. No parece que la estrategia sea sostenible en el tiempo. Como tampoco parece que sea sostenible la retórica de la desobediencia que alimenta este tramo del órdago soberanista y que contrasta con los argumentos que utilizó el propio Mas en su estrategia de defensa. A pesar de la épica de su entrada en la sala, Mas acabó reconociendo que su «ánimo no fue en ningún caso desobedecer» y se amparó en la inconcreción del TC para justificar su apoyo al proceso, del que se declaró único responsable político. La distancia, pues, entre las proclamas en público y los comportamientos individuales de los dirigentes independentistas se agrandó un poco más ayer. Esta disonancia entre el discurso del independentismo y la praxis de sus dirigentes no está consiguiendo desactivar por ahora a cientos de miles de catalanes, que se alimentan de actos como el de ayer en su dinámica victimista. Por otra parte, confiar en que el tiempo y la falta de coraje acabarán por disolver el problema no hace otra cosa que agravarlo por ahora. Cumplir y hacer cumplir la ley es una actitud necesaria, pero hasta ahora no parece suficiente ante el desafío del independentismo. La alternativa no es ceder a sus demandas sino atender a esa parte de la sociedad catalana que no quiere la independencia y busca un nuevo y estable encaje en esta España plural.