Tiene 14 años. Empieza a hacerse hombre. Oye hablar por primera vez del Mío Cid, del Arcipreste de Hita, del Conde Lucanor, del Quijote, de Aureliano Buendía... En un pasaje de El collar de la paloma conoce los síntomas del amor. Como corresponde a su generación, no le gusta leer. En el instituto, yo imagino a sus profesores dejándose la voz y la vida por sembrar en Diego y en tantos adolescentes, el espíritu de nuestra cultura milenaria. ¡Heroica empresa para los tiempos en los que, de pronto, hemos desembocado! Luchan contra un ambiente donde los libros aparecen como objetos cerrados, sin lucecitas, ni botones, ni pantalla. Al abrirlos, no se forman imágenes que cambian instante tras instante, sino unos gusanitos negros que se refieren a palabras. Diego, cuando los lee porque tiene que hacer cada semana el comentario de un texto, detiene la lectura y me pregunta sobre una palabra o sobre una idea que le ha sorprendido. Y, por un momento, yo me ilusiono con que tal vez una luz prenda en su joven alma y le encienda la inquietud de adentrarse por tantas joyas como guardamos en nuestra literatura. Ahora, por desgracia para todos, esas joyas duermen en las penumbras silenciosas de las bibliotecas. Yo necesito la esperanza de que cuando Diego se haga hombre, los años despierten en su noble corazón añoranzas, recuerdos, melancolías, sueños. Entonces, tal vez, ante el cansancio de lo vivido y de lo por vivir, ese hombre rememore las resonancias de esos textos y sienta la necesidad de adentrarse en su espíritu para aliviar las inquietudes y soledades de la vida.

* Escritor