Con esta visión de futuro que me ha caracterizado siempre (de hecho estudié Filología Clásica, una de las carreras con más salidas profesionales) auguro un porvenir agotador. Desde ahora mismo soy capaz de predecir que no llegaremos a viejos, como sigamos así, de fiesta en fiesta, respetando las nuestras y asumiendo las de los demás, en un prodigioso sincretismo que ya hubieran querido los romanos.

En noviembre, sin ir más lejos, hemos pasado de las calabazas de Halloween al Black Friday y al Cyber Monday sin apenas enterarnos. Una locura. Y antes, la vuelta al cole, que empezó en junio, cuando aún no había posibilidad de volver porque no nos habíamos ido todavía. Lo dicho, un eterno retorno. Así, llegamos a diciembre en estado catatónico, bombardeados por los anuncios de muñecos, colonias sensuales de nombre francés y rebajas de lavadoras, ordenadores y aspiradoras, todo junto.

Un poco de orden, por favor. Entre la calabaza y los turrones, tendría que haber un respiro pero lo hemos llenado con el viernes este de las rebajas y el lunes cibernético. Ni respiro ni nada. Ya están las luces encendidas y los villancicos cogen carrerilla para asaltar a los pobres peatones. Pronto no quedarán meses sin celebraciones. Acabarán los Reyes y volverán las rebajas, y las romerías y carnavales, y Semana Santa, y el día del padre, la madre, las comuniones cuasibodas y las bodas cuasicomuniones, las confirmaciones, las puestas de largo, las 300 graduaciones escolares que sufrirá un niño hasta llegar a los veinte años. Un sinvivir. Un círculo infernal en el que casi conviene dejar las luces puestas todo el año y apagarlas como símbolo de sensatez en las pocas fechas libres del calendario.

Quizá nos vendría mejor celebrar los no cumpleaños, las no fiestas, como en el libro de Alicia en el país de las maravillas. Esos días no consumiríamos, no cumpliríamos tradiciones ajenas, estaríamos libres del infantilismo de que cada día tiene que ser especial. Podríamos llamarlos días de la bendita rutina. Levantarse, trabajar, estar en familia o con amigos, cenar, leer un libro, conversar. Nada de disfrazarse o pedir trucos y tratos. Lo malo es que si ponemos un nombre a los días libres, enseguida vendrá un idiota que haga cartelitos, y otro, pegatinas y camisetas, y se regalará a los concuñados, por ejemplo. Un círculo maldito. El consumismo que no cesa. Ya no podemos vivir sin él.

* Profesora