Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena, afirma que el español suele ser alguien inclinado hacia la piedad, que no tiene buena opinión de las prácticas crueles, a pesar de la afición a los toros, pero que lo peor de todo es su falta de respeto por el éxito ajeno, y pone el siguiente ejemplo: "Si veis que un torero ejecuta en el ruedo una faena impecable y que la plaza entera bate palmas estrepitosamente, aguardad un poco. Cuando el silencio se haya restablecido, veréis, indefectiblemente, un hombre que se levanta, se lleva los dedos a la boca y silba con toda la fuerza de sus pulmones. No creáis que ese hombre silba al torero --probablemente él le aplaudió también--: silba al aplauso".

Por analogía, todos cuantos ahora pitan a Iker Casillas en el Bernabéu en realidad lo hacen en contra de los aplausos que ese portero ha recibido a lo largo de su vida profesional. Hace unos días vi un álbum de cromos de la Liga española de los años 60, los porteros del Madrid eran Araquistáin y Betancourt, y recordé que siempre había pensado que en la historia del equipo madridista, donde ha habido grandes jugadores en todas las posiciones, faltaba un gran portero (si exceptuamos, por supuesto, los tiempos míticos de Zamora). Esa carencia se resolvió con la llegada de Casillas, sin duda el mejor portero de la historia del Madrid, y uno de los grandes del fútbol mundial, merecedor probablemente de algún reconocimiento internacional, siempre tan difícil de conseguir para los guardametas. Cuando escucho pitar a Casillas, primero me parece injusto, y luego me vienen a la mente algunas imágenes de mi infancia, en concreto las de la única vez en mi vida en que vi jugar a Di Stéfano. Un partido en el viejo estadio del Arcángel, de Primera División, no venía con la camiseta del Madrid, sino con la del Español, y marcó un gol, como se recordó en este diario en una crónica con motivo de su fallecimiento. Yo estaba allí, pero para mi sorpresa el público insultaba al gran jugador, al mito, al cual, entre otras barbaridades, le daban el apelativo de "vieja". A mi mente infantil de diez años le impresionó aquello, porque entendía que, con independencia de la querencia a unos u otros colores, Di Stéfano merecía un respeto máximo por su trayectoria y por su aportación a la historia del fútbol.

Desde su muerte en el pasado mes de julio tenía una deuda pendiente, me sentía obligado a contar que mi afición al fútbol llegó de la mano de mi adscripción como madridista, y todo ello fue así porque desde muy pequeño no paraba de oír hablar de Di Stéfano, de su capacidad para moverse por todo el campo, de sus habilidades (el famoso taconazo) o de su compromiso con el equipo, con lo colectivo. Luego he visto reportajes, incluso partidos completos, como las cinco finales de la copa de Europa en las que ganó, y ya he contado en alguna ocasión que una fotografía suya con esos trofeos fue el primer póster que hubo en las paredes de mi habitación, antes que el de Machado o el de Ché Guevara. Por supuesto, he escuchado entrevistas, comentarios sobre él, como los de Alfredo Relaño, quien afirma que "fue quien dejó implantada en el Madrid la doble necesidad de ganar y jugar bien" y lo define como jugador apelando a una mezcla de Redondo, Zidane y Ronaldo. Leí sus memorias, tituladas Gracias, vieja (el apelativo era para la pelota), donde explica que una de sus grandes aficiones, heredada del entusiasmo de su padre por la ópera, fue la música, en especial los tangos, y por supuesto su preferencia era Gardel, de quien afirma que "cada día canta mejor. Cuanto más lo escuchás, más te gusta".

También ocurre con los grandes jugadores, y cuanto más sé de Di Stéfano, más lo admiro. Seguro que algún niño experimentará esto mismo dentro de unos años con Iker Casillas.

* Historiador