La Benemérita patrulla las calles de Peñarroya. Las pisa a pie, de a dos, como aquellas parejas cuando la infancia, aunque ya no lleven tricornio de charol ni mosquetón terciado a la espalda. También patrullan en coche, y da gloria verlos en calles y caminos levantando el polvo lorquiano bajo las ruedas como cuando iban a caballo. Ante la ola de robos, el subdelegado del Gobierno y la alcaldesa han tenido el buen acuerdo de que la pestañí persiga a los malandros reforzando a la Policía Local, eficiente aunque quizás desbordada: los malos nunca descansan. Dicen que los de la teresiana, el kepís y la montañera detienen a los choros pero que la justicia los pone en la calle, entran por una puerta pero no salen para el maco sino por la otra, mientras las puñetas miran por la ventana intentando encontrarse en un horizonte que siempre se aleja cuanto más se acerca uno; la queja eterna del ciudadano que paga sus impuestos. Hubo juez en esta latitud, al que conocí bien, que ejecutaba redadas en vaqueros, polo y náuticos en verano, y como mandan los cánones en invierno; la autoridad indiscutible le emanaba bajo el prognatismo que disimulaba su barba, a los Carlos V pero en cordobés, y los manguis dormían esa noche a cuenta del erario. Ahora en las fachadas hay afiches rojos de Securitas Direct como los "detente, bala" de la guerra, pero el último barómetro del CIS dice que la Guardia Civil es la institución mejor valorada por los ciudadanos (el marido de Rociíto fue un mal sueño). La novela negra lo tiene crudo en un país en el que la pasma son los buenos. Y cumplen.