La Transición se ha quedado sin héroes. De maneras distintas, las más escandalosas las del Rey Juan Carlos y la de Jordi Pujol, los hechos posteriores a aquel periodo han empañado seriamente o destruido completamente la imagen pública de los personajes que lo protagonizaron.

No queda prácticamente ninguno que no tenga una tacha, ninguno que pueda un ser ejemplo indiscutible de probidad y de servicio al país. Es decir, un valor referencial para las generaciones posteriores.

Es un déficit importante. Porque contribuye a que los ciudadanos tengan una idea negativa de su pasado reciente. Y esa actitud no es buena para construir el futuro.

Las deformaciones interesadas de lo que realmente ocurrió en la Transición han terminado por colocar en contra de la misma a una parte significativa de la población, particularmente a la más joven. Para muchos, el nombre mismo es sinónimo de apaño a favor de los intereses de los poderosos de siempre.

El caso Nóos, la cacería de Botsuana y ahora la confesión del expresident Pujol no pueden sino reafirmar en ellos la sensación de que todo fue un trapicheo entre tahúres que iban cada uno a lo suyo. Para la gente corriente, Felipe González se convirtió en un político más, y de esos a los que les gusta el dinero, el día que aceptó ser consejero de Gas Natural. Antes de que desapareciera de la escena, la derecha había destruido la imagen de Adolfo Suárez y la izquierda no salió en su defensa. Santiago Carrillo fue condenado hace décadas al ostracismo.

Sin protagonistas ejemplares, denostada por haber sido parcial, y en fase de reforma, la Transición corre el riesgo de figurar con letra pequeña en los textos escolares del futuro. En los de hoy, las cuatro décadas de franquismo casi no existen o no se entienden. España quema su pasado. Y no tiene figuras que puedan impedirlo.

* Periodista