Toda catástrofe conlleva a la postre un alto grado de saturación emocional; más aún cuando la impotencia no es derivable a las fuerzas de la naturaleza, sino a la maledicencia humana. Barcelona es el trágico exponente de un luto colectivo. Los lutos tienen sus tiempos, y junto al desgarro, ayudan a expiar la continuidad de la vida. Es por ello comprensible y hasta loable, que los turistas volviesen a tomar Las Ramblas camino de la playa, desarticulando con esta actitud los propósitos de quienes atentan.

Por su carácter cosmopolita, la Ciudad Condal había entrado antes del fatídico 17 de agosto en la inquietante Liga de la Previsibilidad. El martirio de los asesinos no dejará de ser vil por no tener repercusión mediática, pero sería espurio para sus propósitos si no encuentra eco informativo. La multinacionalidad de las víctimas ayuda a difundir el mensaje de terror, despejando cualquier duda de que una premeditación concienzuda es compatible con un despiadado fanatismo. La gestión del miedo ha sido la inmediata respuesta ciudadana, sabiendo que por esa comprensible flaqueza se cuelan todas las debilidades humanas, comenzando por la histeria y siguiendo por la ira.

Claro que el miedo tiene sus esquirlas. Este terrorismo es un sucedáneo de guerra, y los conflictos bélicos fomentan la callosidad. Tendemos a fomentar una alienación afectiva. La solidaridad también es egoísta y si nos sentimos más concernidos por este atentado es porque nos resulta familiar ese deambular entre plataneros. El enquistamiento llevará a encomendar al azar la nomenclatura del victimario, cual el inevitable número de ñus que, al cruzar el río, serán devorados por los cocodrilos. A esto se llama resignación, una cruel y rechazable resignación.

Y tras el duelo, o en convivencia con él, toca la frialdad de la previsión. No emprendamos la variante de la islamofobia, sino la del sentido común. Hablamos de menores que presuntamente se desplazaban a más de 300 kilómetros de su domicilio. No hace falta asar la manteca para inquirir una responsabilidad familiar. Es posible que los lamentos de los allegados de los terroristas no sean simples lágrimas -otra vez- de cocodrilo. Pero las ausencias para fabricar bombas no son las mismas que irse a comprar el pan. ¿Qué hacían los nenacos en un Audi? ¿Cómo pueden atesorarse más de un centenar de bombonas en un jardín, durante más de seis meses, sin que ningún hijo de vecino ponga el grito en el cielo?

Esta es una guerra muy chusca, con propósitos burdamente metafísicos. En tiempos genómicos, aún deslumbra la fuerza irresistible del Paraíso, aquella que llevaba a los primeros cristianos a morir para vivir y a estos yihadistas a morir matando.

Confiemos en la eficacia policial y en que no se solape el conflicto del secesionismo. Mala la incontinencia verbal del ministro Zoido, que prematuramente dio por completamente desarticulada esa célula terrorista. Peor el Consejero de Interior catalán, distinguiendo entre víctimas de nacionalidad española y catalana. Este es un juego de contención, donde prima la aflicción de la ciudadanía frente a tacticismos políticos. Tiempo habrá para que se tienten la ropa los que aún acunan frivolidades, necios si creen que los chasis de esos vehículos asesinos discriminan según las ideologías.

* Abogado