Un vídeo. Un vídeo en el que hablan de una canasta, una canasta que costó 1.500 pesetas, una canasta afirmada con cemento en el modesto patio de una familia de origen gallego, la canasta a la que un chaval de San Feliu de Llobregat tiraba por elevación para esquivar los brazos de sus hermanos mayores, la canasta rescatada del patio de un colegio gracias a la cual empezó una carrera llena de esfuerzo y victorias, la trayectoria ejemplar de un deportista que siempre pareció pasar olímpicamente de la consideración de estrella.

Un hombre. Un hombre está llorando cuando termina el video. Un hombre vestido con elegancia informal, una chaqueta oscura y unos vaqueros, una camisa y unas zapatillas. El niño de la canasta. Juan Carlos Navarro, 1,92 de talento, un tipo al que el club de su vida comunicó un mal día que ya no contaban con su aportación en la pista, 20 temporadas y más de 13.000 puntos anotados, ahí es nada.

Una pregunta. Una pregunta y otra y otra de los periodistas asistentes a la despedida institucional del capitán blaugrana. El protagonista va respondiendo con la misma elegancia que ofrecía el juego de su muñeca derecha al lanzar un triple que entraba limpio (y te levantaba del sillón en plena siesta) o que no entraba (y te hacía maldecir injustamente al mejor alero de la selección). El homenajeado suaviza las aristas de su adiós. El verano ha sido complicado. Tenía ganas de continuar, me veía con fuerzas, pero hay que pasar página y mirar al futuro; me hubiera gustado despedirme de otra forma, pero la decisión ya está tomada y hay que asumirla... Hay un poso de resignada amargura en cada contestación, hay un saber estar modélico en la compostura del jugador maduro retirado a destiempo desde arriba.

Un presidente y un directivo. Dos ejecutivos encorbatados que entregan un trofeo con el número 35, la suma de títulos conseguidos por la Bomba, dos responsables poco responsables que sonríen en la foto con más facilidad que Navarro, dos dirigentes de un club que presume de ser más que un club pero que al fin y al cabo no es más que un club. Ya no nos sirves, no importa tu hoja de servicios a la entidad. Vales lo que vales ahora. Es lo que hay.

Un amigo. Un amigo grande. Pau Gasol están en el auditorio. No podía faltar. Es él quien levanta al público en la ovación con la que se cierra el acto de despedida a su compañero de generación, la de «los chicos de oro». En 1999 ambos fueron piezas clave en la consecución del Mundial de Lisboa, el hito fundacional de la generación más portentosa de nuestro baloncesto, ese deporte al que se enganchó un chaval poquita cosa que no paraba de tirar a canasta después de comer, ese chaval de 38 años al que han sentado en el banquillo para siempre justo cuando pensaba que podía ganarle una prórroga al puñetero paso del tiempo.

* Profesor del IES Galileo Galilei