Reposado en cierto modo el debate social y la discusión en torno a los últimos cambios del callejero cordobés, es buen momento para que la sociedad cordobesa tome conciencia de la importancia de esta cuestión para su propia identidad. Desde la Edad Media los nombres de plazas, calles y demás espacios urbanos nacían de forma espontánea y popular, y las autoridades municipales o parroquiales se limitaban a plasmar en sus vecindarios los nombres que el pueblo usaba de forma cotidiana. Fue en el siglo XIX cuando los Ayuntamientos decidieron formalizarlos e intervenir en ello, y se dieron cuenta de que los nombres de las calles podían ser una forma visual y oral de rendir constante tributo a grandes personalidades. Y así, en el caso de Córdoba, se empezó a rotular algunas calles con iconos tales como Séneca o el Gran Capitán.

Pero a la par los consistorios comenzaron a homenajear a figuras mucho más recientes y no tan universales, y se convirtió en una manera de hacer política. Desde época Alfonsina el callejero devino una plataforma de cada gobierno para visibilizar a hombres y mujeres que a su entender merecían una calle, obviando a los que a su juicio no. De este modo, con esta ideologización temporal de las calles, muchos nombres que están no son, y muchos de los que son no están. Y por otra parte, no es cuestión menor que haya vías muy principales con nombres que poco o nada dicen de nuestra historia como ciudad, y muchos grandes nombres de nuestro pasado tienen dedicadas calles que pasan casi desapercibidas.

No se entiende pues que en nuestra ciudad tengan calles los obispos Alguacil y López Criado, ambos nacidos en Córdoba, pero titulares de diócesis foráneas, y el callejero olvide al insigne Marcelino Siuri, obispo del siglo XVIII que desarrolló una importantísima labor social, y a cuyas expensas se obraron el Hospital de San Jacinto o el colegio de huérfanas de la Piedad. Tampoco es comprensible cómo siendo Córdoba la ciudad donde fue madre, testó, murió y fue enterrada en 1803 Mª Isidra de Guzmán, la primera mujer doctora y académica de la historia de España, no tenga ningún tributo en nuestra ciudad, ni calle, ni recuerdo. Y ¿qué hizo más el ilustrado Carlos III en Córdoba para tener avenida tan notoria, que no hicieron los excelsos califas Abderramán III y Alhaken II, que nos ubicaron en el siglo X en el centro de la Humanidad, y a los que la ciudad les dedicó dos calles demasiado discretas? Mientras que poca o ninguna fue la relevancia de Torrijos en Córdoba, y da nombre una de nuestras vías más visitadas, Enrique Pérez de Guzmán, marqués consorte de Santa Marta, fue una de las figuras más destacadas de la política española de la segunda mitad del siglo XIX: cordobés de nacimiento, uno de los baluartes del primer republicanismo español… y sin embargo, olvidado también para nuestro callejero. Y ¿dónde está el nombre de don Diego López de Haro, marqués del Carpio, artífice de las Reales Caballerizas de Córdoba, a quien la ciudad le debe ser la cuna del caballo pura raza español?