La emigración de decenas de miles de personas hasta Europa es uno de los grandes dramas que vive el continente desde la Segunda Guerra Mundial. La riada de hambrientos, pobres y perseguidos no cesa desde que declinara el pasado siglo XX. Las fronteras plagadas de diques, trampas y concertinas no pueden contenerlos. Día tras día intentan superar el mar que nos separa del sur más al sur utilizando cualquier boya que los mantenga a flote. El dolor, el sufrimiento continuado y la muerte de tantos seres humanos es incalculable. Mucho más gigantesco que las cifras desbordantes que ofrecen las autoridades de nuestros países. España impidió la entrada de 200.000 personas el pasado 2016; Alemania estima en cerca de 400.000 los inmigrantes irregulares en su territorio; y Francia unos 100.000. Italia ha tenido que hacer frente hasta ayer mismo a avalanchas anuales cercanas a los 100.000 desesperados, y España va camino de récord en el presente año.

Esta tragedia humana de escalofrío extremo, sin embargo, se considera problema de segundo orden en comparación con el territorial que padecemos. Cataluña es la única prioridad, un manto inmenso que oculta todos los demás males (y virtudes) de España. Con un Gobierno de objetivos únicos, suceden este tipo de desconciertos. Ayer, cuando la única prioridad fue atajar la crisis, España fue el imperio de los recortes. Hoy la obsesión catalana concentra las energías de un Estado que, en manos de un Gobierno tan débil, parece tan lastimoso como él. Tan ocupados como andamos en taponar averías, nos olvidamos de todo lo demás hasta que las juntas estallan por falta de atención o impericia. Es lo ocurrido el pasado fin de semana tras una nueva entrada masiva de inmigrantes por nuestras costas. Tantos nos abordaron que «no tuvimos más remedio que enviarlos a la cárcel». Un despropósito. Una ilegalidad palmaria y una torpeza monumental (otra más) de Interior. Pero al no ser esta la prioridad nacional, en dos dias el drama se cae de los noticiarios.

Sin embargo, las masivas oleadas de desheredados no cesarán de llegar durante mucho tiempo. África, a años luz de ser un contingente asentado institucionalmente, y la orilla sur mediterránea, una línea de países plagados de tiranías, sectas religiosas en lucha y armamento infinito, no dejarán de expulsar a hombres por centenares de miles. Para colmo, el cambio climático que ya les azota hará más extensos sus desiertos, mayores las hambrunas y más inhóspitas sus ciudades. Así que Europa debería ser consciente de que no existe (ni siquiera en las series de ficción) una frontera que no logre flanquear el hombre hambriento. Y mientras más dificultades pongamos, mayor será para todos el espanto resultante. También para los que nos defendemos con la porra.

En los primeros años del presente siglo, se vivió la oleada de cayucos que «invadieron» Canarias, y también el sur peninsular, provenientes de lugares costeros al sur del cabo Bojador. El Gobierno de entonces tuvo que inventarse una nueva diplomacia y proveer de talento, ideas, recursos y servicios esa parte parte de África que nos inundó de inmigrantes. Tras un tiempo de urgencias, lo logró, como años atrás llegó a acuerdos con Marruecos que aliviaban la presión de tantos como invadían pacíficamente nuestra costas andaluzas.

Desconocemos si nuestro actual Gobierno, atrapado por el objetivo único, ha imaginado siquiera soluciones nuevas que aplaquen la hégira de los desheredados en este otoño tan benigno. En los informativos, junto a la abnegación y solidaridad de quienes ayudan y acogen al inmigrante, solo aparece de vez en cuando que se ha reforzado la valla de Ceuta y que interior envía más guardias civiles a la zona.

* Periodista