Cuando ella le preguntó qué haría mañana, él respondió que seguir adelante y encontrar algo sencillo. Recordamos la escena vagamente: se han vuelto a encontrar en una cafetería. Ella regresará a su vida de periodista en una gran ciudad y él volverá a refugiarse en las montañas o encontrará trabajo en algún rancho. A él le gusta estar entre caballos y ella necesita esa pulsión sobre la inmediatez de la noticia, y conquistar el techo de los áticos. Él prefiere una vida sin un techo sobre su cabeza, con esa infinitud de cielo abierto sólo recortado entre las cumbres. En el final de El jinete eléctrico, la película de Sydney Pollack que logró unir por tercera vez a Robert Redford y Jane Fonda, ya estamos en la madurez del amor. Antes, en La jauría humana, esa película escalofriante sobre la maldad natural del ser humano y su bestialidad, un poco a la manera de La barraca de Blasco Ibáñez, la pureza del mal y su arrebato de la destrucción, aunque eran marido y mujer, eran sobre todo los amantes juveniles que habían sido cuando la vida muestra su primera luz. Sólo un año después, en 1967, en la estupenda y divertida Descalzos por el parque, basada en la obra teatral de Neil Simon, eran un matrimonio joven y bello de recién casados, con esa mezcla de chispa y disparate entre la realidad del deseo y su idealización juvenil: un hombre joven y aplicado que consigue llegar a duras penas a sus intensos deberes -y también placeres- conyugales y a su propio trabajo de oficina, junto a una esposa joven y volcánica, una más que carnal Jane Fonda subida a su propio cuerpo de impresión al salir de la suite con el pijama de él todavía encima, y amenazando con quitárselo en mitad del pasillo. Ella quiere correr descalza por el parque y él se asoma al filo entrañable y se columpia en una relativa locura -desternillante, inofensiva locura-- por tratar de alcanzarla en ese vuelo hacia la maravilla de vivir, que se deja en el margen la responsabilidad de la vida.

Todo esto fue entre 1966 y 1967. Trece años después, en 1979, llegó El jinete eléctrico, su tercera película hasta Our Souls at Night, la película que ayer presentaron en el Festival de Venecia. Aunque los personajes ya sean otros -la joven periodista a la caza de la historia de un excampeón mundial de rodeos que ha escapado con el caballo con el que anunciaba cereales-, es como si la historia de amor entre Redford y Fonda continuara aquí: ya no son dos muchachos ni dos recién casados; no escapan de la jauría de la pequeña ciudad de provincias que vive del relato de su miseria desbocada y necesita un mártir para la hoguera final, ni tampoco se encuentran con esas horas lentas de la vida marital, que nos hace soñar otra vez con el césped bajo los pies desnudos. Ahora estamos ante el descubrimiento de la vida, ante la certeza definitiva de una lucidez que puede incluso imponerse al amor. Entonces parecen decirse: nunca te olvidaré, siempre estarás en mí, pero eres la ciudad y yo necesito el sol y las montañas.

Era El jinete eléctrico. Era 1979 y el final de un amor. Pero ahora han regresado, con el mapa de grietas y de abismos cincelando sus rostros, esculpiendo sus años. Ayer Robert Redford y Jane Fonda volvieron a pasear, esta vez en Venecia, aunque ya no descalzos, ni a lomos de un caballo que galopa hacia la libertad, ni tampoco ante el salvajismo de la ciudad pequeña que ni siquiera pudo contener el sheriff Marlon Brando. Han vuelto para presentar en Venecia Our Souls at Night, que en España se titulará Nosotros en la noche. Y ayer por la tarde, en ese estercolero que son a veces las redes sociales, leí muchos comentarios criticándolos: que si están patéticos, que si se han sometido a cirugía plástica, que deberían haberse quedado recluidos en un asilo, que si me gustaban más antes. En fin, esas gilipolleces que definen tan bien a sus autores.

Lo cuento porque creo que han vuelto precisamente por eso, para lanzar un mensaje contra eso: Somos Redford y Fonda. En un mundo que oculta y niega la vejez, que parece indignarse por el paso del tiempo, sentimos, somos viejos y no nos escondemos, aún hacemos películas porque seguimos vivos. Han vuelto los que eran los más guapos de los guapos, han vuelto con su edad, su cansancio y su sabiduría a cuestas. Han vuelto para continuar su vieja historia entre los escenarios y el paisaje, a través de diversos personajes, pero también para enseñarnos que la vida no sólo se narra entre los rostros jóvenes y bellos, sino allí donde late una verdad.H

*Escritor