Ese es el dilema. Dentro de unas horas, bajo la presidencia de Jean-Claude Juncker, se celebra una minicumbre de urgencia en Bruselas para buscar un consenso de cara al Consejo Europeo próximo, que gira en torno a una política migratoria que sigue dividiendo a Europa. Desde el año 1986, con la firma de Acta Única y la creación de un espacio económico común, Europa ha desarrollado una política de contención de flujos migratorios, con una visión migratoria instrumental y cortoplacista en la que se apuesta por la libre circulación de los comunitarios y los extracomunitarios sólo pueden ser aceptados cuando se les necesitan: así, se limita la inmigración laboral, se reduce el asilo, se implanta la gestión policial del control externo de fronteras para contener a los inmigrantes: campos de internamientos y Frontex. Esta estrategia funcionó relativamente en un principio. Pero la crisis económica, el aumento de las desigualdades entre Europa y África, el empobrecimiento súbito de los países del Este sometidos a políticas despiadadas de ajuste estructural, el estrangulamiento del desarrollo agrícola africano con las subvenciones a la producción europea, la extensión incontrolable del caos en Oriente Medio con la destrucción del Estado iraquí y la descomposición de Siria y Libia, provocan la huida de millones de personas hacia Europa.

La receta existente fracasó ante la reacción identitaria y los miedos competenciales que trajo la crisis económica. Ha sido vergonzosa la gestión de sobornar a Marruecos o Turquía por la labor de contención de inmigrantes para no hacerla nosotros. Ahora la propuesta que hay sobre la mesa es reforzar las fronteras exteriores y crear en terceros países «plataformas de clasificación», una forma eufemística y cínica de encubrir nuevos centros de internamiento masivos, que pone de relieve cómo erróneamente estamos más preocupados en atender los síntomas que en tratar las causas.

Si Europa no actúa con coherencia, si no ataca el origen de los conflictos y no articula un plan de rescate económico de los países grandes emisores de migrantes, si no es coherente con sus teóricos principios fundamentales, dejará de ser la Europa en la que apostamos integrarnos y cuyos valores nos representan. Por el contrario, si responde con eficacia y corresponsabilidad al desafío, será más Europa. Aquélla que debe fundamentar su futuro en la identidad individual y universal de sus ciudadanos, no buscar la integración a través de la asimilación y la anulación de los valores propios, como ya ha fracasado en Francia con el asimilacionismo o en Reino Unido con el multiculturalismo.

Las soluciones, en un continente africano con 1.200 millones de habitantes y previsión de 3.800 en 2100, donde más de la mitad de la población está por debajo del umbral de la pobreza, la vienen proponiendo ilustres economistas como Ramón Tamames o responsables europeos como el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, quienes han propuesto el establecimiento de un plan Marshall para África que permita el desarrollo económico y social del citado continente, y consagre el derecho a no emigrar que tienen todos los seres humanos.

Europa no puede seguir siendo una isla de prosperidad. Ya sea por razones de justicia, de seguridad, de dignidad, o puramente egoístas de mercado, como señala el catedrático de Estructura Económica. La UE no tiene suficiente demanda para crecer con mayor fuerza, y habrá que buscarla fuera --como EEUU hizo en 1947 con Europa--, y no precisamente en los países desarrollados que tienen cubiertas sus necesidades. Sólo en el continente africano podemos encontrar hoy la posibilidad de una gran demanda potencial para Europa.

El presidente de Guinea, Alpha Condé en el Pleno de Estrasburgo hace unos días defendió el plan Marshall como la única salida. Esperemos que Jean-Claude Juncker, que también se manifestó en esta línea, convenza a los líderes europeos. Nos jugamos mucho.

* Abogado y mediador