A la insumisión y el incumplimiento masivo y ostentoso de las leyes le llaman democracia. En nuestra era líquida, en el tiempo en que la postverdad se apropia de las palabras más claras y las causas más nobles hasta desnaturalizarlas de tal manera que el hierro pasa por ser plástico y la guerra por pacificación, los independentistas catalanes obtienen su hallazgo más extraordinario: convertir en hechos «profundamente democráticos» el atropello completo de las normas que deberían ser intocables, la Constitución y el Estatuto de autonomía, y el soslayo de la intervención de las autoridades llamadas a hacer cumplir (o ejecutar) las normas: jueces, fiscales, policías...

La temeridad y el desparpajo de los promotores y líderes de la mascarada independentista -para pasmo de demócratas aún no desnaturalizados del todo- se nos presenta con tal normalidad que llega incluso a confundir a políticos avezados y periodista cínicos. Han decidido ciscarse en las normas colectivas con la tranquilidad del que tararea una canción mientras se ducha. Y para asombro de la razón, ítem más, aparecen como hombres y mujeres retozones y festivos proclamando, con rostros felices, la insumisión y el desprecio por todo aquel o aquellos que no comparten sus salmodias alucinadas.

Sus mantras calan de tal manera («España nos roba», «Madrid no quiere el diálogo») entre sus gentes y entornos que, los primeros se ejercitan luego en excesos como ciudadanos hooligans, y los otros callan por si acaso. Es cierto que el nacionalismo independentista catalán se vino haciendo hueso duro desde el cartílago inseguro que era hace más de 30 años, pero ha sido en el último lustro cuando convierte su discurso en acciones políticas concretas encaminadas todas ellas a la segregación de Cataluña, mientras que Madrid respondía con las amenazas del leguleyo y el despliegue de policías a destiempo en busca de inmundicias en el nido del cuervo.

Tan insignificante ha sido la contra del Estado que, ahora que el separatismo decide promover un referéndum que dé «validez legal» a su determinación de hacer Cataluña independiente, no se encuentra una plaza en el condado donde se oiga una voz contra el atropello democrático y mucho más.

La movilización es suya, los mítines son suyos, la propaganda y el ruido son suyos. El ciudadano sencillo, que no comulga con estas músicas, se ve en cueros, tan desprotegido que ve su destino depender de la entereza y el coraje propios, y otras habilidades, para no dejarse atrapar por las dulces parrafadas que disfrazan la mentira con palabras auténticas.

Las próximas semanas se producirán acontecimientos aún más tristes que los españoles de allí y aquí recordaremos con vergüenza por muchos años. Porque, junto a ese lenguaje de sacristía de Junqueras o el adusto y determinante de los códigos que exhibe el Estado, se oyen otras voces menos apacibles: «Charnegos, iros de Cataluña», “«enemigos del pueblo», «traidores»…. Y como quiera que el ruido y la furia crecen por días, muchos españoles -con seguridad los más pacíficos - creen que lo mejor es dejarlos ir. Eso es lo que precisamente buscan: el desánimo colectivo.

* Periodista