Estamos hablando de algo tan importante como el voto. En el menos imperfecto de los sistemas, como afirmó Churchill, la base de la acción política son las elecciones, que determinan la decisión mayoritaria de la ciudadanía. Un ciudadano, un voto. Una regla tan sencilla determina la esencia de la democracia: cada individuo practica su derecho a implicarse en la vida pública porque es en las urnas donde reside la solidez del Estado democrático. Pero en la fiesta de la participación hay personas que no están invitadas. Discapacitados intelectuales o psicosociales a quienes sus familiares quisieron proteger para salvaguardar sus intereses patrimoniales o personales han visto cómo el muro que la justicia les permitía levantar se ha convertido en una muralla legal que les impide ejercer el derecho al sufragio, en contra no solo de leyes internacionales como la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, sino de acuerdos estatales que aún no tienen traducción en la ley electoral. No solo está en juego la ilusión de estas personas en querer participar, en ser iguales, sino la necesidad de garantizar un derecho que los incapacitados deberían poder ejercer en beneficio de la dignidad de todos y de la salud democrática.