Vivimos una época en la que reina a sus anchas la mediocridad. Se ha perdido el referente de la excelencia en muchos ámbitos y, muy especialmente, en el de la política. La dinámica oligárquica y profesional impuesta por los partidos ha provocado que progresivamente nuestros representantes hayan ido perdiendo calidad y los púlpitos hayan pasado a estar en manos de muchos y de muchas que difícil tendrían el acceso a cargos en los que se midiese objetivamente el mérito y la capacidad. Algo que a su vez se proyecta en una sociedad en la que imperan los valores del éxito rápido, de una ética individualista y consumista y del escaso compromiso no solo con la comunidad sino también con el crecimiento personal. Basta con ver alguna cadena de televisión, incluidas las públicas y muy especialmente las autonómicas, o con observar cuáles son los referentes que la sociedad maneja como sinónimos de triunfo. Ese nivel de mediocridad se agranda en función de la dependencia que el correspondiente sujeto tenga de un superior que discrecionalmente lo ha nombrado. No hay que olvidar que mediocridad, sumisión y envidia suelen ser las tres primas hermanas que no faltan en los despachos de aquellos cuyo nivel de vida depende del boletín oficial. Esas tres primas generan como efecto inmediato que los más capaces huyan como de la peste de esos despachos, y que el poder acabe siendo un círculo vicioso que ni siquiera las elecciones democráticas llegan a romper del todo.

Zapatero ha hecho poco, la verdad, por elevar el nivel de nuestra clase política. Sus nombramientos, más determinados por las apariencias y por los vínculos personales que por un estratégico diseño del gobierno, no dejan de poner de manifiesto una peligrosa tendencia a la superficialidad, a la primacía del envoltorio sobre el contenido, al peso mayúsculo del amiguismo y de la repercusión mediática. Ello ha dado lugar a un gobierno muy endeble que tal vez pasaría con más gloria que pena en la travesía de una legislatura tranquila pero que, mucho me temo, nos va a dar más de un quebradero de cabeza en esta época de crisis y descontento generalizado. Faltan en su gabinete hombres y mujeres de peso, con discurso y con capacidad de gestión, y sobran concesiones a la galería que de poco sirven en tiempos de tormenta.

Si hay un miembro del gobierno que en poco tiempo ha dado buena muestra de esos valores esa es, sin duda, Bibiana Aído . Al margen de que ocupa un ministerio de más que dudosa oportunidad, dado que el criterio de la transversalidad lo convierte en superfluo, me ha bastado con escucharla en su primera comparecencia parlamentaria y en una entrevista radiofónica para confirmar que es una mujer a la que le queda mucho por aprender. No tengo dudas de que puede haber sido una magnífica política local, e incluso autonómica, pero de ahí a asumir la responsabilidad de un ministerio existe una distancia considerable. Entre otras cosas porque su juventud, que se nos ha vendido como un valor añadido, es en este caso un factor que le resta peso y porque sus posicionamientos en materia de igualdad no pasan de los eslóganes. Le falta discurso coherente, garra y, por supuesto, ideas con las que justificar el ministerio recién creado y su abandono del mundo del flamenco. Eso sí, y como punto a su favor, la ministra de Igualdad es la mejor prueba de que ZP está haciendo efectivo el derecho que también tienen las mujeres a ser tan malas o, al menos, tan mediocres como los hombres. Un adjetivo, por cierto, que para reposo de Rafaela Pastor y su plataforma, acaba en "e" para unos y para otras y carece por tanto de esa amenazante "o" que enseña las uñas afiladas del patriarcado. Una inteligente jugada del lenguaje de la que deberían tomar nota todos los miembros y todas las "miembras" del Gobierno. De cualquier gobierno.

* Profesor de Derecho