El desarrollo cultural entraña muchos ingredientes y se expresa por diferentes medios. Hasta las fronteras mismas del pasado más reciente, las llamadas revistas culturales constituyeron uno de sus vehículos por antonomasia. A lo largo del interminable régimen franquista, como asimismo durante la más creativa y dinámica fase de la Transición -la primera, sin duda: 1976 circa 1990-, gozaron en nuestro país de una salud que no admite otro término que el de roborante. Con estatuto especial en la dictadura -garante de la libertad mínima para el esplendor de las Artes y las Letras - y campo abierto para todas las expansiones del pensamiento, el nivel medio de las revistas, así las específicas como las generales, se descubrió por lo común de forma envidiable. Bien diseñadas y, de ordinario, aun mejor escritas, lograron en uno y otro periodo un alto y generalizado aprecio en ambas orillas del Atlántico iberoamericano. Baste un ejemplo. El cultivo espectacular del hispanismo no cabe concebirlo sin su existencia. Claro es que el hecho poseía amplias y fuertes raíces. La Segunda República fue incuestionablemente una época áurea de las revistas culturales, presidida a no dudar por la legendaria fundada y rectorada por Ortega hasta la guerra civil de 1936. Pero también lo fue la primera dictadura militar del novecientos español, con una floración en dicha área en todo admirable.

Tal esprit de suite resulta, a su vez, en extremo sorprendente y plausible en una nación como la hispana, cuyo mayor déficit en su andadura contemporánea es el de la falta de continuidad en múltiples dimensiones de su identidad.

Sin embargo, tan ilusionado y reconfortante panorama se encuentra hodierno en trance irrefrenable de agostamiento o invalidez. ¿Se ha agotado el paradigma del cual constituía una de las joyas de la corona? Es muy probable. Las jóvenes generaciones no ven en ellas el cauce ni el escaparate más apropiados a sus gustos y ambiciones literarias y artísticas. Al modo de las librerías, cada trimestre transcurrido significa una o varias bajas sensibles en una lista inembridablemente amenguada. Y, ahondando, la sima, las revistas culturales de antaño, de airoso gallardete y tripulación animosa y experta, llevan una lánguida travesía, cada vez más burocrática e insustancial.

Como en tantas otras cosas en la vida del espíritu, Manrique tiene aquí toda la razón. El beau vieux temps fue, ciertamente, radiante para la vida de las revistas culturales españolas, pieza mayor de un patrimonio artístico-literario de primera magnitud, al que ninguna crítica proveniente del sectarismo o la ignorancia puede menoscabar.

* Catedrático