La semana pasada, la Plataforma Andaluza de apoyo al Lobby Europeo de Mujeres presentó en Córdoba una propuesta por la que instaba al Ayuntamiento de la capital a la aprobación de una ordenanza municipal contra la prostitución y la trata con fines de explotación sexual. Sin duda, una propuesta loable que pone de manifiesto cómo las mujeres, a comienzos del siglo XXI, todavía deben empujar a los poderes públicos para que aprueben normas que solo piden el respeto y el cumplimiento de los derechos fundamentales. La lucha de las mujeres viene de lejos, pero este asunto sobrepasa los límites de lo local, como comprobaremos al recordar, sucintamente, cómo se planteó en las Cortes Constituyentes de la II República la abolición de la prostitución reglamentada, es decir, aquella que estaba sometida al control de las autoridades, guiadas fundamentalmente por el objetivo de controlar las enfermedades venéreas.

El debate comenzó con una interpelación al ministro de la Gobernación por parte de César Juarros, médico de profesión, el 15 de enero de 1932. Analizó la cuestión desde diversas perspectivas, y una de ellas le condujo a situarla en el plano de «la ética pura», al señalar cómo solo la mujer era perseguida por el delito de propagar una enfermedad: «De los dos cómplices se persigue sistemáticamente al femenino y se deja en completa libertad al masculino. Motivo único de la diferencia: que estos reglamentos han sido redactados por hombres que se reservaban la parte del león». Fueron varios los diputados que intervinieron, algunos días después, todos ellos también médicos de profesión (había un total de 53 en aquella Cámara): Carlos Martínez, José Sánchez Covisa y Gustavo Pittaluga. Casi todos coincidían, con matices, en la necesidad de una Ley de Sanidad (con dotación presupuestaria) y en que se aboliese la reglamentación.

Pero sobre todo destacarán las palabras de Clara Campoamor, quien indicó que su intervención iba a ser breve y concreta, lejos de un tono sentimental, pues decía que «aunque parezca lo contrario, en los problemas que nos interesan por humanidad y por ética, las mujeres tendemos siempre a ser más prácticas y menos sentimentales que los hombres». Y una parte de su discurso tiene plena actualidad: «La ley no puede reglamentar un vicio; la ley no puede decir que para lograr la sanidad abre libremente las puertas de los burdeles a la juventud, porque si lograra la sanidad el fin que persigue, habría causado un daño infinitamente mayor […]. Además, señores, España se halla actualmente, como otros pueblos, representada en la Sociedad de Naciones de Ginebra. Tiene esta una Comisión llamada de la ‘Trata de blancas’, hoy de ‘Protección a la mujer’, que labora para que desaparezca la trata de blancas, especialmente en Europa. Pues bien, señores; las casas de prostitución reglamentadas, autorizadas por el Estado, percibiendo directa o indirectamente de ellas tributos el Estado —tributos de una corrupción, de un vicio—, son los centros de contratación de la trata de blancas, en donde se pueden albergar fácilmente todas las mujeres, que un vividor, delincuente de oficio, traspasa de ciudad en ciudad y lleva de mercado en mercado». Sus últimas palabras fueron para señalar que el Estado no podía amparar la «degradación» a la que se sometían las mujeres con la prostitución, sin olvidar que la misma también afectaba a los hombres.

El ministro no llegó a responder sobre lo planteado y el 26 de enero se puso fin al debate sobre este tema. La presión que en los años siguientes ejercieron médicos (higienistas), intelectuales, políticos de izquierda y sectores católicos, condujeron a la abolición en 1935, años después de aquellas intervenciones parlamentarias. Más adelante, durante la dictadura franquista, el reglamentismo sería restablecido.

* Historiador