Los funcionarios, los auténticos servidores de la cosa pública; que lo son tras superar con objetividad y publicidad las correspondientes pruebas de selectividad, accediendo a una plaza en condiciones de igualdad -por mérito y capacidad-, aunque no holgadamente retribuida, sí en cambio de sólida permanencia; siendo esta una ineludible garantía de independencia de la Administración --piedra clave del Estado de derecho-- respecto de quien en cada momento gobierne; sometiendo sus actividades únicamente al imperio de la ley y no al albedrío o improvisación del político de turno, están, de un tiempo a esta parte, soportando injustamente la culpa, con sus correspondientes sanciones, por el sin sentido de la gobernación, pasada y presente, así como por el despilfarro ocasionado en los caudales públicos, merced a una urdida campaña de difamación. Mientras, los verdaderos culpables y fracasados gestores, cómplices de la casta política, como igualmente la tropa de asesores y consejeros que les conciernen, valiéndose de su poder y en clara connivencia con los intereses del entramado social donde se insertan consiguen, sabiéndose impunes, desviar la atención de sus responsabilidades, eludiendo la pena que les pudiera corresponder por sus dolosas prácticas financieras; a los cuales ni se les congelan o ni se les reducen considerablemente sus generosísimos estipendios, que incluso crecen en plena crisis, manteniéndoseles, en contratos blindados, astronómicas indemnizaciones y cuantiosísimas pensiones vitalicias.