Al catedrático que en su día me impartió Filosofía del Derecho le debo la fascinación por el lago Nemi. Él nos enseñó que en sus orillas se practicaba el rito del ungido que una vez al año tenía el privilegio de poseer a la diosa Diana… hasta que otro lo retase en combate y lo venciese, pasando el ganador a ocupar su puesto. Bien pensado, en esta querencia a la relativización no hace falta acudir a la mitología romana, bastando el plácido duermevela de los documentales de la 2: el tiempo de la berrea y el choque de cornamentas para acabar con la hegemonía del macho alfa. Sin embargo, Nemi encierra la sublimación de la lascivia, el indudable hito de que eros se pliega a las reglas del valor y la inteligencia, dejando su reguero para que en el hipotálamo no impere únicamente el golpe de la quijada. Además, el lago de Nemi guardaba en sus profundidades las barcazas de Calígula, ese desenfreno mítico que Mussolini rescató, no con sónares o sofisticadísimas poleas, sino vaciando las aguas de tan ciclópea alberca. El Ejército alemán las destruyó en su retirada, un proceder que no les empatizaba con las arias de Verdi, sino con los talibanes que dinamitaron los Budas de Bamiyan.

Nemi es la concentración en un matraz de la lujuria del poder, y también la plasmación eterna de que más dura será la caída. Posiblemente, Calígula nunca se habría imaginado a Harvey Weinstein como un caballero de Nemi, pues su aspecto más bien lo encasillaba como un triario de una legión romana. Pero está claro que el hijo de Germánico no puede dar lecciones de coherencia. O acaso, perruno mundo, su depravación era totalmente coherente: es el poder el que lo idiotiza todo, el que reparte las cartas de la adulación o la sodomización, hasta que se derrote al tirano o el macho alfa pierda su trono.

Obviamente, estos postulados chirrían en un Estado de Derecho, pero por el que también se cuelan desde el falso sumidero de la privacidad. Cree redimirse esta porosidad en cansinos y resignados mantras, del tipo «pasar por el aro» o el remanido techo de cristal. No existen aleaciones puras en los hombres, pues como dice el Papa Francisco no hay santos sin pasado ni convictos sin futuro. Pero también mercadeamos con un jartón de hipocresía. El encubrimiento es la última y prescindible línea de defensa de la depravación. Weinstein puede ser un monstruo, o un emperador al que le han despojado de su traje. Claro que hay hartazgo de machismo; pero también expiaciones retroactivas, las mismas que callaron cuando el magnate cimbreaba los crótalos del paraíso. O pudieron ningunear a las que sabían que la dignidad enfilaba directamente a la insignificancia en el rutilante mundo del espectáculo. Nunca se ha hablado, pero también han existido damas de Nemi, sabedoras de que, cueste lo que cueste, siempre habrá una candidata dispuesta a ocupar la plaza vacante. Con todo, son positivas estas catarsis, que te ayudan a ver el vaso medio lleno. Ahí está el caso de la marcha menguante de las modelos anoréxicas. La larga marcha hacia la igualdad también implica no jugar con los monstruos.

* Abogado