Siempre que alguien me dice «yo es que soy muy curioso/curiosa, me interesa todo», me echo a temblar. No solo porque sea mentira (a nadie le interesa todo, ya es un milagro absoluto que a alguien le interese algo más allá de sí mismo y de sus circunstancias), sino porque la curiosidad no me parece una virtud sino más bien un defecto, y de los más cansinos. Dios nos libre de los amigos curiosos.

La curiosidad es lo que hace que algunas mujeres (y hombres) espíen los móviles de sus parejas, que algunos padres entren en las habitaciones de sus hijos sin llamar a la puerta y sin esperar a que les digan que pasen y que abran sin permiso y sin justificación alguna ordenadores ajenos.

No es cierto que los grandes descubrimientos se realizaran gracias a la curiosidad, se realizaron gracias a la imaginación.

La curiosidad consiste a menudo en quedarse en la superficie de las cosas y es algo muy parecido al chismorreo, al cotilleo y al deseo de inmiscuirse en los aspectos más pedestres, absurdos y poco interesantes de la vida de los demás. La curiosidad suele ignorar la grandeza que anida en cada uno de nosotros para centrarse en las bajezas individuales. La curiosidad no es empática ni creativa, es fría y distante, no tiene nada que ver con el interés real por la personas cuyo germen es siempre el respeto y la tolerancia. El germen de la curiosidad no es el respeto sino la promiscuidad, contra la que no tengo nada en absoluto siempre que sea física y no mental.

Recuerdo que una vez le pregunté a uno de mis profesores de arqueología qué era lo más importante para ser un gran arqueólogo: la técnica, los conocimientos, la experiencia, el trabajo de campo... Me respondió: «Nada de eso, para ser un buen arqueólogo lo más importante es tener imaginación». Ocurre lo mismo con muchas otras profesiones.

Es sencillo detectar la diferencia entre un escritor (o un periodista) curioso y uno cuyo interés principal y verdadero sea la comprensión del prójimo. Los primeros acaban siempre absolviendo o condenando al otro en un ejercicio pueril y carente de generosidad, los segundos intentan añadir algún elemento, por minúsculo que sea, a nuestro conocimiento general sobre la naturaleza humana. Los primeros se quedan en los detalles que nos hacen diferentes, los segundos en aquello que nos hace a todos absolutamente iguales. Fuimos hechos para volar y para estrellarnos (si es que fuimos hechos para algo), ¿por qué conformarnos con husmear a ras de suelo?

* Escritora