Provoca este artículo el fascículo de hace unas semanas de la obra Paisajes de la memoria, de Florencio Rodríguez, que acabo de repasar. Tiene dos titulares sugerentes: La vida cultural y Días grandes de flamenco, todo ello referido a los años cincuenta y tantos y sesenta y tantos, un lapso muy rico en mi memoria, como atestigua una de las fotografías de Ricardo, en la que aparezco, que comentaré y adornaré con una curiosa anécdota que debiera ser inolvidable, y que no creo que haya recordado nadie.

Se abre el fascículo con una indudable imagen de Pablo García Baena, tan becqueriano como siempre, pero sin indicios todavía -1951-- de recibir un torrente de premios y distinciones, encabezado por dos doctorados honoris causa y el Príncipe de Asturias. En la misma página, dos fotografías de grupo en la que hay que reconocer a Miguel de Moral y Ginés Liébana.

En la siguiente, una fotografía de Antonio Gala con veinte años pronunciando una conferencia sobre la angustia que él dijo luego haber dado con quince años. Al lado una fotografía de la celebración del centenario del Círculo de la Amistad en la que se pone el nombre de Vicente Aleixandre a una imagen que no es la suya.

Luego Ángel López Obrero, Julio Aumente en su primer salto, de la poesía a la pintura; el segundo sería a las antigüedades y a Madrid, y Josefina Molina y Mariano Aguayo, empezando a caminar. ¡Qué bien debió sentirse Rafael Castejón en el centenario del Duque de Rivas, perorando rodeado de chicas muy jóvenes y guapas, bellamente enjaezadas!

Y Ricardo Molina, Rafael Romero de Torres -con un desnudo mitigado en el caballete--, Juan Bernier --sobre ruinas--, Manuel García Prieto -primer Zahira de oro, hoy con su calle en peligro--, el doctor Enrique Luque…y los Días grandes para el flamenco, con la fotografía en la que aparezco y que voy a comentar. Lleva esta leyenda: «El cantaor Antonio Mairena y el poeta Ricardo Molina, en compañía de amigos, en una taberna cordobesa en mayo de 1957». No exactamente una taberna, sino el patio con naranjos de una taberna; casi todos con corbata y alguno en mangas de camisa, en clara minoría. Lo primero que se hace notar es que sobre la mesa no hay una sola cerveza ni ninguna otra bebida que no sea nuestro casi olvidado vino fino de Montilla-Moriles. Y catavinos, uno por barba. En la cabecera de la mesa está Mairena con Ricardo Molina a su izquierda. Detrás, de pie para salir en la foto, Juan Bernier y otros tres.

Me identifico entre Manuel Álvarez Ortega y el buen amigo y pintor, y mejor orfebre, Manuel Aumente.

Ocurrió la siguiente: cuando estábamos en nuestras copas, inevitablemente por el número en conversaciones parciales, llegó Fosforito con un amigo y sin sentarse ofreció cantar unas cantiñas. Lo hizo y muy bien. Lo escuchamos con todo interés y mucho contento por lo inesperado.

Cuando terminó, Mairena dictó sentencia: «Está bien, pero eso no son cantiñas, sino alegrías».

No reaccionó nadie ante lo que sin duda era una gran impertinencia. Pero el oráculo había hablado y todo el mundo calló, incluso Fosforito, que al poco se fue musitando una despedida.

No recuerdo que en la mesa se hiciera ningún comentario en voz alta. Aquí paz y después gloria.

Yo creo que este es el momento en que exactamente Ricardo Molina pasó de tener a Fosforito por ojito derecho a tener por tal a Antonio Mairena. Lo que siguió lo conoce todo el mundo. La llave de oro del cante a los altares y la obra escrita compartida por Mairena y Molina.

Escrita, porque de viva voz con el flamenco Ricardo Molina era un desastre. Absolutamente incapaz de tararear el más sencillo de los cantes.

Cuando se atrevía, lo que hacía muy pocas veces y en la intimidad, era para echarse a llorar.

* Escritor y abogado