He escuchado con estupor en algunas conversaciones de personas dedicadas al sector financiero referirse al moroso. Por supuesto, para el que presta dinero, el moroso es la bestia negra de la cadena crediticia y no le vamos a quitar su lógica. Pero una lógica despersonaliza, pues ésta a veces se despeña cuando va más allá de los números rojos. Y decimos esto, porque detrás de los números están las personas y sus circunstancias. No todos los morosos tienen ese carácter peyorativo del pícaro o vividor que se profesionaliza en vivir de no pagar lo que debe. Es más, este personaje tiende a ser cada vez más residual en nuestra sociedad, pues el desarrollo de la ley ha ido acotando su poder de acción. Por ello, no todos los morosos son iguales y más en estos últimos tiempos. El perfil nuevo del moroso es el de un ciudadano que se ha visto arrastrado por el tsunami de la crisis. Su actitud nunca fue la de no cumplir con sus obligaciones de pago, pues entre otras cosas detrás de él está su propia familia: cónyuge, hijos, padres... Todos ellos bajo una misma vivienda que en ocasiones es el objeto del drama. Por supuesto, la causa, la falta de pago de las obligaciones hipotecarias cuyas consecuencias todos desgraciadamente conocemos: el desahucio o lanzamiento de la vivienda. Que una entidad financiera eche literalmente a la calle a una familia cuando la causa que subyace es un descalabro económico de naturaleza social y no sólo y exclusivamente particular, se nos antoja como mínimo una injusticia, sobre todo teniendo en cuenta el valor constitucional de la vivienda y la ayuda en forma de rescate que los últimos gobiernos estatales han implementados a la banca. La ley lo ha promovido, pero aún falta mucha cultura de diálogo entre las entidades financieras para con aquellos de sus clientes que no es que no quieran pagar, sino que no pueden.

* Mediador civil y mercantil