Andreas Lubitz puso rumbo a la muerte. Se llevó con él a 149 personas más. Entre ellos, a Patrick Sonderheimer, el comandante del vuelo. El mismo que abandonó la cabina y no pudo volver a entrar, el que no dejó de golpear la puerta mientras advertía que el copiloto emprendía un descenso mortal. Ayer, mientras la fiscalía de Marsella daba las primeras explicaciones de la investigación, los padres de Andreas y Patrick y de muchas víctimas más se encontraban muy cerca del lugar de la catástrofe. Todos devastados por la muerte de sus hijos, pero los de Andreas debiendo asumir un dramático cambio de papeles. En un instante, su hijo se transmutaba de víctima a verdugo. El culpable de una tragedia que acababa de arrasar a centenares de personas. A los ojos de todos ellos, un monstruo.

Es imposible imaginar qué pasó por la mente de Andreas, ni las razones de su sinrazón, pero resulta aún más doloroso ponerse en la piel de esos padres que ya no saben a quién lloran. De repente, la imagen de su hijo se tiñe de oscuridad. Los recuerdos parecen no encajar, la emoción se esfuerza en dibujar excusas que se desvanecen antes de pronunciarlas. Quizá sufrió algún tipo de pérdida de conciencia. Quizá tomó algún fármaco que le produjo alucinaciones... Algo, lo que sea, un motivo, una causa ajena a su voluntad. Algo para poder seguir viviendo solo con la pena. Sin que la culpa lo engulla todo. Hasta la memoria.

* Escritora y periodista