Lo hice y lo volvería a hacer, señor juez. No podía permitir que mi prestigio acabara devorado por los buitres. Me he pasado la vida publicando artículos de gramática en las revistas científicas de más alto nivel, dejándome la salud en libros que acabaron convirtiéndose en bibliografía de referencia gracias a mi amor propio... Usted sabrá perfectamente que la envidia campa a sus anchas en el mundo universitario y que nadie deja pasar una. Mezquindad, esa es la palabra, mezquindad. Si yo le contara... Que yo me convirtiera en miembro de la Real Academia le sentó como una patada en los huevos a más de uno, disculpe la expresión coloquial. Politiqueo. Decían que había politiqueo de por medio. En el propio discurso de ingreso algunas de las caras eran de colegas que en el fondo me la tienen jurada. En fin... mientras los figurones se dedicaban a poner la mano en la sagrada RAE sin limpiar ni fijar ni dar esplendor, yo me empeñé en honrar el sillón ce minúscula matándome a trabajar, sin perdonar ni una comisión ni un pleno hasta que llegó la justa hora en la que me nombraron director. Un esfuerzo de verdad. Por eso hice lo que hice. Y le seré sincero, al fin y al cabo nada tengo ya que perder. Yo repetí una y otra vez en las entrevistas que consideraba el cargo como una responsabilidad temporal y que en modo alguno tenía intención de perpetuarme en la poltrona taponando el flujo de ideas nuevas que vivificaran la institución. Mentira, se lo digo claramente, men-ti-ra. En mi fuero interno palpitaba la convicción de permanecer para largo en el puesto que nadie custodiaría con el mismo celo que yo. Por eso hice lo que hice y lo volvería a hacer. Por mantener mi reputación a salvo. Y no crea que por reputación concibo estatus social. Siempre he sido un animal solitario. Siempre he estado al margen de eso que ahora llaman «postureo», vaya palabrita. Por reputación entiendo autoridad intelectual, el capital atesorado que nadie tenía derecho a arrebatarme. Y menos un vulgar periodista que ni merecía ser llamado así. Un juntaletras lleno de mala baba al que nadie echará de menos. Un ganapán que contaminaba con su verborrea cada lugar de los muchos que por desgracia frecuentaba. No quiso entender. Ese fue su problema. No quiso entender y se creyó demasiado listo. Le expliqué que era una errata y que por eso le estaba pidiendo el favor, que era cosa de las prisas, pero no hubo manera. Me dijo que no era una carta privada. Que la iba a colgar como simple anécdota («Hasta el mejor escribano echa un borrón»), que no tenía que hacer un mundo de aquello, que lo que tenía que hacer era reírme un poco de mí mismo respondiendo a su publicación. Por eso encargué lo que le encargué a aquel tipo y se lo volvería a encargar aunque se le fuera la mano, porque no era una simple falta de ortografía, señor juez, porque era una cuestión de honor.

* Profesor del IES Galileo Galilei