Ay, Nicaragua, Nicaragüita/la flor más linda de mi querer». Así comienza la canción de los Mejía Godoy, casi un himno oficioso para el país centroamericano, a la manera del Waltzing Matilda de los australianos. No está de más rememorar a Carlos Mejía y a los de Palacagüina en estas fechas, ya que Nicaragua, para bien o para mal, está de moda. El destino muestra sus paradójicas quebraduras, y al tiempo que Sergio Ramírez recibe el Cervantes en el paraninfo de Alcalá de Henares, Daniel Ortega trata de sofocar una revuelta en la que ya no bastan los dedos de la mano para contar a las víctimas.

Las de Ortega y Ramírez han sido unas vidas literariamente paralelas, acaso con las reminiscencias de Enrique II Plantagenet y Thomas Becket, y no para empatizar con un trágico hado, sino para subrayar las encrucijadas del poder. Ambos se subieron al carro de la victoria sandinista, aquellas tropas que se adentraron en Managua para celebrar la caída del dictador Somoza, un sátrapa fondón que habría encajado como figurante en las películas de los 70. Hubo un amago de convertir aquella revolución en una franquicia cubana, pero las segundas o terceras partes suelen carecer del halo de esplendor. Y hasta les salió rana el trasunto del Che Guevara, pues Edén Pastora se levantó en armas contra sus antiguos compañeros, entendiendo que la deriva comunista mancillaba el espíritu de Sandino.

Daniel Ortega ha pasado todos estos años con una sobredosis de poder, muleteando los desbarres del chavismo. Sergio Ramírez, ministro en aquel tiempo fulgurante, se apeó hace mucho tiempo de aquella euforia, disconforme con la vis atractiva de Fidel. Nicaragua sonaba entonces como la última niña bonita de la guerra fría. La Contra palideció con los mosquitos de la selva, pero también ayudó a desgastar a la gerontocracia soviética. Y nunca como en ese país volcánico sacó el Papa Wotjyla el látigo del templo, reprendiendo sin tapujos a Ernesto Cardenal, el cura poeta que renunciaba al solideo a costa de la boina del otro Ernesto.

Esa Nicaragua fue coetánea de nuestra Transición. Hay esplendores en la hierba, y también frescura en ciertos fotogramas de lo vivido. Porque en la nicotínica atmósfera de aquellos días de concordia, surgen las cotonas étnicas de los de Palacagüina, aquellas blusas coloristas que daban patente de corso a los que se sulibellan. Y allí estaba Elsa Baeza para encarnarse en la María Magdalena de la Teología de la Liberación, haciendo portalicos criollos con su melodiosa voz, dejando un buen karma en unos tiempos en los que tanto nos jugábamos.

Sergio Ramírez hizo como Indiana Jones en la última Cruzada, y adoptó la decisión correcta. En su discurso de aceptación del Cervantes, el autor de Margarita, está linda la mar, ha mencionado, cómo no, a Rubén Darío, su compatriota más relevante, el embajador que confraternizó con los hombres del 98. Bien está que se testimonie ese hilo conductor, la literatura como sublimación de la realidad, mucho más noble que las añagazas torticeras de quienes intentan manipularla a beneficio de inventario, enrasando el espíritu crítico ahora que leer se está convirtiendo en una frivolidad. No, señora Colau. El almirante Cervera no fue un facha. Más bien el cabeza de turco de una época ignominiosa que muchos y muchas con sus espurias ambiciones se muestran afanados en emular.

* Abogado