Ayer mismo, alguien de mi círculo más próximo me contaba, extrañado, que en cierto organismo público la persona encargada de atenderlo lo había hecho con educación extrema y solicitud infrecuente. Tales comentarios nos llegan a todos con cierta asiduidad; los hacemos incluso nosotros mismos, cuando alguien nos saluda por la mañana con un «buenos días» y una sonrisa, o simplemente nos cede el paso. Son prácticas básicas, casi intuitivas, de esa nebulosa social que llamamos educación cívica, y que, como el aire, forman (o deberían formar) parte natural y espontánea de la vida y de la convivencia; porque, ¿qué cuesta ser amable o ponerse en el lugar del otro? Sin embargo, vivimos tiempos en los que aquello que debería ser norma se ha convertido en excepción, y a día de hoy (en realidad, hace ya muchos años) no nos sorprende que alguien nos trate mal --eso ya lo damos por hecho--, sino que sea atento y cordial o nos regale con una palabra afable. Parece haber unanimidad en atribuir tan penosas circunstancias a la enorme crisis de valores en la que nos hallamos inmersos, a la pérdida del sentido de autoridad, del respeto a los demás, de la consideración hacia los mayores o hacia los padres, de esa deriva de hedonismo que nos conduce de manera precipitada y absurda hacia no se sabe bien dónde. Vivimos esclavos de lo que unos llaman el estado del bienestar, otros la revolución del placer, y aquellos la enfermedad del dinero; una época en la que más que trabajar, abrir nuevos horizontes o dejarse el pellejo a tiras por alcanzar un futuro mejor, interesa por encima de todo vivir del cuento, divertirse mucho, disfrutar a costa de lo que sea, acostarse más tarde que el resto, vestir la prenda más cara, o viajar al lugar más exótico. Si después nos toca pasar apreturas, ¡pues qué le vamos a hacer! Con un poco de suerte se nos incluirá en las estadísticas de los desfavorecidos sociales y algo pillaremos. Es la cultura del subsidio, del Dios proveerá, de no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, de come, bebe y saborea lo que la vida te ofrece, porque dentro de un minuto puedes estar muerto. Perfecta, sin duda, para quien es capaz de ponerla en práctica sin reparos de conciencia. Yo pertenezco a una generación educada para conseguir las cosas a costa de deslomarse; de no establecer fronteras a la hora de dar el callo entre la noche y el día; de alzarse siempre aun cuando las piernas no te sostengan; de guardar, porque no se sabe nunca lo que podemos necesitar. En cambio, hoy, hasta los bancos penalizan el ahorro, inmersos ellos y nosotros en un capitalismo salvaje que antes o después acabará por devorarnos. Será entonces cuando a aquéllos que en determinado momento llevaron una vida convencional, o invirtieron en vez de despilfarrar, les toque de nuevo pagar el pato; como en realidad llevan haciéndolo desde que empezó esta puñetera crisis, que tanto está agrandando la brecha social a costa de beneficiar a los ricos y perjudicar a los pobres (y no tan pobres), por más que éstos últimos no siempre parezcan tener claro el orden de prioridades y faciliten las cosas con ello a los primeros.

Sé que opinar así es ir contracorriente. Pasa lo mismo con el tema del turismo o la deriva en la que ha entrado nuestra ciudad. Mostrarte contrario a la euforia de los números por encima de la planificación de futuro y de la calidad es condenarse solito al exilio mental; pero de eso hablaré otro día. Ahora quiero terminar como empecé, aludiendo a esa mala educación que afecta gravemente y sin excepción a todos los sectores de esta sociedad enfadada consigo misma, intolerante y agresiva, adicta a los derechos pero no a las obligaciones, que ha perdido el control. Fruto de ella es que los hijos peguen a los padres, las parejas se maten entre sí y a sus vástagos, los jóvenes caigan víctimas del bullying, el nepotismo, el cohecho y los enjuagues gobiernen por completo nuestras vidas, los programas de televisión luzcan cada vez más zafios y morbosos, los estudiantes hayan olvidado el usted, el por favor, el gracias o el sentido del esfuerzo, los botellones sean cada vez más invasivos y puercos (lo del macrobotellón de la feria es un atentado a la cordura), los turistas vacíen día a día el casco histórico, muy pocos sepan ya lo que significan conceptos como lealtad, ética o decencia, o un chico de dieciocho años mate a un anciano por una banal discusión. En tiempos marcados por la vulgaridad y la ira, el amor y la bondad se reservan, hasta extremos surrealistas y patéticos, para las mascotas. Sin duda, el país se habría paralizado de horror si en lugar de un anciano el muerto hubiera sido un perro.

* Catedrático de Arqueología de la UCO